El asma, que le agarraba la garganta y se la retorcía para arrancarle quejidos espectrales que parecían provenir desde las mismísimas profundidades de la tierra. Su rostro alcanzaba una lividez que desgarraba el alma de los que lo atendían y era casi la imagen de un personaje del Greco que cuestionaba esta tortura y esta maldición.
Era trabajador el hombre y se levantaba al alba, tras los pitazos agudos que provenían de su reloj despertador. Y partía a su trabajo rutinario que consistía en ordenar piezas de fierro en sus respectivos casilleros. Y lo hacía casi con el deleite del que aprende su oficio se encariña con lo que hace, como él y su parentesco tácito con esos metales. Muchas veces conversó para sí, pensando también que lo hacía con ellos. Cuantos secretos guardaban esas argollas, esos tubos, aquellas canaletas.
Pero, las manos abstractas del asma atacaban de nuevo para introducirle los demonios asfixiantes y el pobre hombre se derrumbaba sobre una silla en un intento inútil de apaciguar tal infierno. Era conducido a su humilde casa en una camioneta de la empresa y allí lo recibía su esposa, con cara de espanto, porque sabía lo que se le venía a ella también, atendiendo a su esposo tal si fuese una experta enfermera, suministrándole la cortisona y los otros medicamentos paliativos. Los hijos se agolpaban para contemplar el cianótico aspecto de su padre y cuchicheaban entre ellos, riendo y saltando que es un gusto, porque no dimensionaban el sufrimiento de su progenitor.
Y en la noche, el hombre deliraba a voz en cuello, producto de los medicamentos y la habitación se transformaba en una bulliciosa agencia, dando y recibiendo órdenes de una multitud de personas. “Está bien señor, le traigo su pedido de inmediato”; “Vaya para la bodega y retire esas cadenas”; “Por supuesto señor” “Atienda el teléfono, ¿quién llama? ¿Don Humberto? ¡Ya va su pedido”. La esposa, que no tenía alternativa, dormía junto al enfermo y decir dormía es un chiste, porque entre atender al enfermo y escuchar las órdenes y conversaciones, ya casi se sentía protagonista de esas divagaciones. Por los delirios aquellos, su esposa supo que existía un tal señor Morales, un don Pedro, don Guillermo y la señorita Lucy, entre muchos otros.
Los niños, en su indolencia, reían y festejaban todo esto que se parecía tanto a un juego, siendo que su padre agonizaba por los efectos de su enfermedad.
“Usted no se va a morir con esto” le había dicho el médico y se lo había repetido otro.
“Si supiera usted que yo muero y resucito y vuelvo a morir con esta maldita enfermedad” se decía para sí el hombre, ya resignado a esta situación. Y volvía a morir y otra vez a nacer para más tarde ser de nuevo un estropajo violáceo. Y una vez más los medicamentos y el reposo, además de las indicaciones del doctor que se fuera a vivir a la montaña, como si fuera tan fácil encontrar una vivienda confortable allá en las soledades y arriar con esposa y cabros chicos.
Y los niños, inocentes más que indolentes, hurgueteando en los cajones de su padre para encontrar esos medicamentos que tenían el poder de transformarlo en un ente excesivamente verborreico, daban con esas milagrosas pastillas y luego se las engullían como caramelos. Reían de contento al saber que ellos también tendrían alucinaciones o lo que fuera y eso para los chicos sería más entretenido que cualquier juego. Gracias a no se sabe a qué milagro, lo que ellos consumían sólo era vitamina C y no otra cosa y no hubo pesadillas habladas ni recriminaciones de ningún tipo, porque nunca se lo confesaron a nadie.
Y el hombre jubiló y poco a poco el asma le fue dando tregua hasta que desapareció por completo. Los monstruos que lo agobiaban, al final se hastiaron de verlo sufrir y como habían dicho los médicos años atrás, él no murió del asma, pero esa agonía de saber que en cualquier momento caería rendido por ese mal, provocaron que fuese un ser aún más luchador y más trabajador. Pero como si no es pito es flauta, antes de fallecer, una demencia senil, aún más devastadora que el asma, le borró la memoria y lo transformó en un niño. Y así, pareciendo un mocoso de cinco años, se le fue la vida y con él todos los monstruos que yacían agazapados en su garganta, en su diafragma y en su alma.
|