Transitada por el atrevimiento, entre llamas y quimeras,
se refresca en los recuerdos de ese fuego sagrado
que fue dulce y lánguido abrazo en la madrugada,
y arrolladoras olas de océano en los halos de la noche.
La grandeza de esas alboradas es rescoldo tibio
que, con ritmos emocionados, aun late presuntuoso
en la desierta desesperación de estar sola.
En el horizonte de su lecho avanza de puntillas
el viento del deseo, requiriendo un oasis sustancioso.
Pero él no está allí, ni sus manos ni su cuerpo,
ni la precisa caligrafía con que tierno la recorría.
No verá su cara explícita, díscola ni su aspecto travieso
de cuando lograban mezclar sangre con sangre,
errantes y suspendidos en vitales aires.
Una infelicidad amarga le enciende, nociva, la piel.
Indecisa y lentamente, sin que pueda controlarlas,
sus manos reproducen recorridos por sus hemisferios.
No es él. Lo sabe. Pero se le despiertan tantas cosas
que, en el momento crucial, se precipitan las locuras
que anidaban, clandestinas, en su purgatorio. |