FUGA DE LA CÁRCEL MÁS SEGURA
(Cuento)
Autor. Virgileo LEETRIGAL
Desde adolescente sentí una necesidad perentoria de visitar la tierra de mis ancestros. Mis padres prometieron que a mis diecisiete años haría mi primer viaje a Mindanao, en Filipinas; la segunda isla más grande de este país-archipiélago asiático, dónde ellos nacieron. Consideraron que a esa edad debía estar preparado para eso; y en efecto, a mis diecisiete, dominaba tres idiomas además del español: el inglés, el chino mandarín y el filipino. Cuando a mis veintitrés años egresé como ingeniero empresarial de la Universidad del Pacífico, ya tenía acumulados once viajes al continente asiático. La interacción con mis familiares de Mindanao y de otras islas filipinas, me permitió también granjearme la amistad de algunos particulares. Viether Liang fue un filipino a quién conocí en mi penúltimo viaje, uno de mis primos nos presentó. Era serio y discreto, y llegamos a cultivar una amistad muy estrecha, tanto que me nació confiarle asuntos de mi vida personal. Viether correspondía con sumo interés; sobre todo, en un «plan de negocios» que le había anunciado para un futuro próximo. «Se trata de hacer dinero abundante, de manera fácil y rápida…»; le dije un fin de semana en Siargao, playa exótica del sur de Filipinas, a dónde fuimos a surfear.
Con Viether Liang pactamos encontrarnos en La Paz. Yo viajé con anticipación a ésta ciudad, la capital de Bolivia, para contactarme con un par de personajes. Hernán Mamani, indígena de la etnia de los aymaras, fue quien me inspiró más confianza. Luego del arribo de Viether, tuvimos con él algunas reuniones y al finalizarlas, nos prometió llegar sin complicaciones al lugar dónde podríamos comprar buena droga derivada de la coca. De esto se trataba el negocio ilegal en el que pretendíamos incursionar. Todas las conversaciones con nuestros contactos lo hacíamos en inglés; y algunas personas nos miraban sorprendidas, pues no era muy común en ese lado de América, que personajes con rasgos asiáticos, hablen y caminen con indígenas.
Hernán Mamani nos alcanzó una muestra de clorhidrato de cocaína, uno de los productos que buscábamos comercializar. Viether se mostró muy emocionado e interesado en saber de la «pura», como Hernán había promocionado al polvo derivado de la hoja sagrada de los incas. En una de las suites del cómodo hotel residencial «Rosario», dónde estábamos hospedados, pusimos a sonar música de nuestro agrado en la laptop de Viether. Por el intercomunicador pedimos whisky además de hielo, armamos una tremenda juerga, y nos sometimos al falso deleite de vivir instantes de alucinaciones y olvido de nuestros problemas. Nos pasamos de sorbos y copas. Generamos desórdenes y ruidos excesivos que incomodaron los demás clientes del hotel y algunos vecinos. Alguien llamó a Radio Patrulla 110 de la Policía Nacional de Bolivia, para que acudiera a tranquilizarnos y poner nuestra conducta en su sitio. La mediación del administrador, quién tenía que defender la buena reputación del hotel; pues se trata del número cuatro de los setenta y dos mejores hoteles de Bolivia entera, evitó que la unidad policíaca nos hiciera un registro esa misma noche. Los agentes se retiraron, pero llevaron consigo la sospecha que nosotros mismos habíamos generado.
A la mañana día siguiente, mientras aún dormíamos, llegó al hotel una unidad de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico (FELCN). El registro de la habitación y nuestras cosas era inevitable. Para remate, un inexperto Viether se puso nervioso y trató de poner a buen recaudo su equipaje. Craso error, uno de los agentes, sabueso cazador de traficantes y comercializadores de estupefacientes, lo vio y fue directo a un registro minucioso de su maleta. Halló un sobre que contenía varias tabletas de MDMA, droga más conocida como «éxtasis»; que Viether portaba, sin que yo lo supiera, como su negocio y juego propios. Estábamos hundidos. Nos detuvieron, bajo el cargo de tráfico ilegal de drogas, y nos encerraron en los calabozos, del local de la FELCN, ubicado en la primera cuadra de la calle Aranzaes, sector Z. Sopocachi, en La Paz.
Ni la familia de Viether, ni la mía, sabían de nuestro paradero. Solo tenían referencias que «estábamos juntos, viajando por varios países de Sudamérica haciendo turismo, y viendo la posibilidad de ampliar y diversificar nuestros respectivos negocios».
Algunos diarios de La Paz reportaban nuestro caso, con titulares sensacionalistas. Hablaban de la «captura y juicio de dos narcotraficantes orientales, miembros del cártel de Mindanao…». El juicio duró poco más de un mes, y la sentencia que correspondía a nuestro delito, fue ocho años de encierro o pena privativa de nuestra libertad.
Las instalaciones de la Cárcel de Chonchocoro, construida en los primeros años de la década de los noventa, para albergar a narcotraficantes y delincuentes peligrosos, fueron asignadas para nuestro encierro y cumplimiento de nuestra condena. Días y noches se me hacían eternos en el submundo de esa prisión, que está a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, y en la cual los valores humanos se degradan hasta tocar el fondo del infierno. En uno de mis días de prisionero en esta cárcel, me enteré que en el pabellón «A», el más cómodo y seguro, purgaban condena Luis García Meza y Luis Arce Gómez, Presidente y Ministro del Interior, del último gobierno de facto que tuvo Bolivia. Entonces reflexioné en el sentido que el crimen nunca paga; y que ni con poder ni dinero, se evita que un estado sancione actos indebidos o ilegales; y menos, cuando con pruebas y leyes bien promulgadas, hace justicia verdadera.
Viether era solo casi un año más joven que yo. Las veces que pude verlo en la cárcel, fueron los fines de semana en que había visitas de los familiares, y los guardias «aflojaban» los controles y se mostraban condescendientes con los reclusos, a cambio de algunas dádivas: cigarrillos, dinero, comestibles, etc. La última vez que ví a mi amigo, estuvo en un estado deplorable. Se había abandonado. Estaba mugroso, con barba y cabellera crecidas y desordenadas. Parecía tener el estado anímico de un orate. No quiso hablarme, solo me miró pero con notorio y profundo resentimiento; como sugiriéndome que toda la culpa para ambos llegar a la cárcel y él arruinar su vida, era mía. Con algunos gestos me dio a entender que nuestra amistad había terminado, y que prefería cumplir su condena sin relacionarse conmigo. Sin embargo, la verdad era que nuestro destino común hubiese sido diferente, sin las tabletas de la droga que él trajo consigo. Pero pretender determinar realidades diferentes sobre la base de suposiciones, era perder tiempo; así como buscar culpables o grados de culpabilidad, cuando los hechos están consumados. Mi estilo para afrontar problemas, y el auto considerarme un hombre hidalgo y positivo, hizo que asumiera mi responsabilidad y situación, tal cual.
Cuando las circunstancias me obligaban a pensar en los años y en las condiciones detestables del encierro; a veces, terminaba avizorando como interminable el tiempo de mi condena; como que nunca iba a salir de ese lugar deplorable. Entonces, pensaba en la posibilidad de la existencia de otra opción. Así, la idea de un escape o fuga de la cárcel de Chonchocoro, empezó a martillarme la cabeza hasta obsesionarme. La mezcla de mi arraigo y nacionalidad peruanos, con mi extracción y descendencia asiáticas; me ayudaron a decidir que yo no iba a quebrarme; y menos resignarme a desperdiciar ocho largos años de mi prometedora vida, en esa insoportable prisión de noches y días gélidos.
Al cabo de dos meses de encierro, yo ya tenía una lista de todo lo que necesitaba para emprender una fuga, menos siquiera un cómplice. A pocos días me enteré que en prisión existía un reo que ya se había fugado antes, y que después fue recapturado. Un día domingo, uno de los reos que tenía su celda en mi cuadra, lo señaló y me dijo: «Aquel canoso que está cerca al kiosco es el reo recapturado; le dicen `Chosca´. Lo llaman con ese apodo porque en la selva boliviana hay un animal que tiene el color de su cabeza». Ambos reímos, y yo me esforcé por grabarme su imagen y apodo. En efecto, era un personaje con una cabellera en la que había porcentajes casi equilibrados de pelos blancos y negros; no era muy alto, pero tenía temperamento atlético y se mostraba muy seguro de sí mismo.
Hice un plan especial para ganarme la amistad y confianza de «Chosca». Me acercaba a él, lo saludaba y buscaba la manera de hacerle llegar algunos obsequios. Me sirvió mucho; porque al cabo de dos semanas ya tenía buena comunicación y cierta amistad con él; y también, la posibilidad de contar con un cómplice para mi fuga.
Los días de visitas y los de salida al patio o cancha deportiva; «Chosca» se paseaba orondo entre los reos, con la camisa desbotonada y arremangada, saludándolos, mostrando sus pectorales y músculos brillosos de sus brazos. Él se mostraba como un hombre decidido, valiente, dominante, y era notorio que lo respetaban. Un domingo hicimos deporte, y explotando un poco su ego, después del partido de fulbito, solicité a «Chosca» que me contara los sucesos de su última fuga y recaptura; y él, se despachó dándome muchos detalles, que aquilaté y capitalicé bien. Yo había leído varias novelas policíacas, y sobre la base de la actuación de personajes valientes de algunas de estas, le trasmitía a «Chosca» mi simpatía por su persona, al margen de su condición de delincuente o villano. Procuré enaltecer y mantener elevado su ego, para que él siempre se sintiera importante y respetado; así me gané aún más su amistad y confianza. Como todo iba muy bien y las cosas salían según lo planeado, un día creí propicio rebelarle detalles del plan de fuga, y como corolario le dije:
—«Chosca» tengo harto dinero para sobornar a los policías, para que nos den copias de las llaves de las rejas. Tenemos que fugarnos de aquí, tú y yo.
— ¡Carajo, chino huevón! Oye, si tienes el dinero lo tenemos todo pe compadre… —me contestó, palmeándome la espalda.
—En esta operación tú eres el actor más importante, eres el jefe. Yo te seguiré con decisión y entera lealtad —le dije—. «Chosca» soltó una carcajada y me dio un fuerte abrazo, como respuesta afirmativa.
La noche de nuestra fuga tenía que ser una en la que estuviera de turno un policía gordo, dormilón y muy aficionado al alcohol; «Blader» era su apodo. «Chosca», que lo conocía mejor que los custodios y todos los reos, se había agenciado de una botella de pisco. En la noche y hora convenidas, mi cómplice, desde su celda, hizo algunos movimientos y ruidos exagerados; y el guardia se acercó a ver qué ocurría. Tras las rejas, «Chosca» sonriente, lo llamó a la tranquilidad. Sacó la botella con licor, la destapó y dijo: « ¡salud jefe!», y se metió un trago largo. Luego de pasar la manga de su camisa por el pico, le entregó la botella al guardia. «Es suya jefe», le dijo; y le alzó la mano en señal de despedida y saludo de «buenas noches». «Blader» lo recibió muy alegre; y se la pasó bebiendo gran parte de la noche, tanto que a la hora de iniciar la fuga, dormía y roncaba como pagado.
Luego, traspasamos puertas y rejas metálicas, sorteamos cercas de alambre de púas, y trepamos paredes de concreto y ladrillos. Todos esos elementos que separaban nuestras celdas de la ansiada calle, las sorteamos sin mayores dificultades; como si hubiésemos sido expertos en actuar y trepar sigilosamente. «Chosca» y yo pisamos el suelo de la calle y emocionados nos dimos el abrazo de la libertad, a las dos de la madrugada con dieciséis minutos. La ciudad dormía, salvo nosotros. El momento vivido era para mí como volver a nacer; había recuperado mi libertad, y prometí hacer lo imposible para no dejarme recapturar.
Otro cómplice, previamente contactado por «Chosca», nos trasladó hasta su casa y en su propio taxi. La vivienda estaba en una barriada ubicada al este de La Paz. Al lugar de nuestro escondite era muy difícil que llegara la policía. Allí dormimos dos noches, y durante el día la pasábamos analizando la factibilidad de nuestra huida de Bolivia por la frontera con Perú o Chile.
Las radios bolivianas reportaban en sus noticieros que la INTERPOL había intensificado sus controles en la frontera con Perú; por lo tanto, descartamos nuestra salida por allí. Y solo quedaba planificarla por la frontera entre Bolivia y Chile… Una peinadora de confianza, llegó para cortarle y teñirle el pelo a «Chosca»; además le pedimos que lo afeitara, con otro look y ropa nueva, quedó casi irreconocible.
Yo que había visto algunos programas de sobrevivencia humana en Discovery Channel, sabía lo mínimo que se necesitaba para una caminata de varios días por terrenos áridos y de clima frío, entonces mandé comprar algunas cosas para «Chosca» y para mí: mochilas, bolsas de dormir, zapatillas, ropa adecuada, una cámara fotográfica, sogas, una linterna, binoculares, pilas secas, una daga, fósforos, medicinas básicas y comida enlatada. Por recomendación especial, contratamos a un joven experto y conocedor de la ruta, como guía en nuestra travesía; él había trabajado como guía turístico en el Parque Nacional de Lauca de Chile, por tanto conocía a muchos de los nuevos guías y guarda parques. El plan era entrar a esta reserva ecológica, simulando ser turistas interesados en conocer los atractivos turísticos de la misma y de la ruta, hasta llegar a la ciudad costera de Arica. Por tanto, íbamos preparados para una travesía que implicaba casi una semana de caminata, por caminos que teníamos que hacerlos al andar, para recorrer alrededor de doscientos kilómetros. En los mapas, que por obvias razones no podíamos portarlos, vimos el rumbo de algunas vías que comunicaban algunos pueblos y calculamos la longitud entre éstos. Aun cuando por nuestra condición de prófugos no podíamos usar tan fácilmente esas vías, concluimos que los pueblos nos podían servir para reabastecernos de alimentos y agua.
A la tercera noche de nuestra auto otorgada libertad, decidimos despedirnos de La Paz. Nos camuflamos en un camión pequeño con carrocería cubierta con una carpa impermeable y enrumbamos hacia el sur. La ruta a seguir era por la vía hacia Patacamaya, cruzar el río Desaguadero y arribar, en la madrugada del día siguiente, al paso fronterizo denominado «Tambo Quemado». Por allí había que entrar al Parque Nacional de Lauca. Para nuestra suerte, esa mañana no hubo vigilancia en ese paso. Entramos sin problemas a territorio chileno, caminamos de prisa, y luego de cuarenta minutos llegamos al lago Chungará; que con sus aguas color turquesa, sus humedales circundantes, su vegetación reducida a la presencia predominante de icchu y yaretas; y su fauna, entre la que resaltan los auquénidos, conforman un paisaje impresionante en esta zona de pre cordillera y altiplano andinos. Esos paisajes que permanecen resguardados por dos nevados lejanos, pero visibles: el Pomerape y el Parinacota. Pese a mi condición de prófugo, era imposible resistir la tentación para tomar fotografías allí y sentirme un turista de verdad. El guía iba explicándonos que la gente conocía a los nevados con solo un nombre común: nevados «payachatas», voz aymara que significa «mellizos»; y que la del lago «Chungará», significa «musgo sobre la piedra». Al promediar las tres de tarde, cuando creíamos haber cruzado la totalidad del área del parque, e ingresado a territorio menos controlado y visitado; nuestro guía hizo como que se cansó, presionó y hasta chantajeó para cobrar y regresarse…
En nuestra primera noche en territorio chileno, «Chosca» y yo pernoctamos entre unas rocas grandes, al costado de un camino de herradura. Prendimos una fogata; a su calor, y gracias al cansancio, pudimos dormir algo. Pero en la madrugada nos despertamos ante unos ruidos fuertes, como rugidos exasperados de animales salvajes. Muy asustados, supusimos que íbamos a ser atacados por fieras o fantasmas que habían detectado nuestra presencia. Acumulamos rocas pequeñas y palos en la cima de las rocas más grandes; y allí subimos poniéndonos alerta y a la defensiva, yo con mi daga en la mano. Después de tres horas de suspenso, aclaró la aurora; y desde nuestros cuerpos casi helados, pudimos ver de cerca, una manada de pumas con sus hocicos ensangrentados, que se daban un banquete en el cadáver de alguna especie de auquénidos, que habían cazado. Un poco más lejos, pastaba un rebaño numeroso y variopinto de esos camélidos sudamericanos...
En el segundo día de caminata, cruzamos otra zona de humedales para entrar a una gran extensión de terrenos áridos, que daba la impresión de ser zona de salares. Siguiendo el mal ejemplo del guía, «Chosca» también se impacientaba. Me hacía preguntas reiteradas con relación al dinero que le había prometido. «Tenemos que llegar a un banco, en Arica. De allí sacaré el dinero y te lo daré, incluso en mayor cantidad…», le prometí. Este ofrecimiento, logró mantenerlo perseverante en la travesía. Pero, horas después «Chosca» volvió a la carga con la misma cuestión, llegando incluso a verter expresiones de un vulgar chantajista, por lo que terminamos enojados. Su actitud de hombre frustrado y carácter de rencoroso, lo indujo para adelantarse, dejarme y caminar solo. Al cabo de veinte minutos, lo miré desde una loma y calculé que me llevaba más de medio kilómetro de ventaja. En estas circunstancias, me hice al costado del camino para orinar. Con los binoculares di una mirada instintiva hacia atrás y vi un jinete sobre un caballo, que avanzaba a toda velocidad, dejando tras suyo una nube de polvo blanquecino-amarillenta. La imagen me hizo recordar, por un instante, pasajes de algunas películas del lejano oeste. Por precaución me escondí tras unas rocas, hasta que el jinete pasara; y pasó sin disminuir la velocidad de su caballo, dándome a entender que no me había visto. En la lejanía, hacia adelante, vi como el jinete alcanzó a «Chosca» y de inmediato se adaptó al ritmo y velocidad de su trajín. Entonces yo decidí desviarme; no hacer nada por ir tras ellos, menos por alcanzarlos. Tomé un rumbo y camino diferentes. Supuse que «Chosca» informaría al jinete que yo iba detrás de ellos, que quizás decidían esperarme; y yo no encontraba razones para confiar en ese jinete extraño...
El atardecer ya se mostraba con escasa luz, pronto anocheció y yo me encontraba solo, caminando por terrenos casi del todo áridos, rocosos o desérticos. Entre la escasa vegetación de la zona, solo pude ver algunos cactus enanos y espinosos, flores pequeñas, y yaretas. Yo seguía mi nuevo camino, siempre hacia el oeste, pensando en que mientras más me alejaba, era más probable hallar indicios de la civilización. Pensaba en «Chosca» y en la posibilidad de reencontrarnos; pero en esas circunstancias, ya no servía filosofar acerca del valor de la lealtad. Se trataba ya de luchar por nuestra vida propia, y cada uno, tendría que hacerlo a su modo.
En la lejanía, casi en el horizonte, se encendió una luz ámbar; la que a mis ojos, delató presencia humana en esos parajes inhóspitos, y hacia allá fui. Escalando una loma llegué a un punto de buena visibilidad hacia el lugar donde estaba la luz. Con cautela y de cúbito ventral, me oculté de nuevo tras unas rocas, y desde poco menos de cien metros me puse a observar: ví a dos hombres corpulentos; uno atizaba una fogata frente a un bohío de techo casi destartalado, y el otro cavaba un hoyo muy cerca de la fogata, en el que luego plantó un grueso poste. Luego los hombres conversaron, ingresaron al bohío y a la fuerza sacaron a un hombre con la cabeza totalmente cubierta con una manta y atado con las manos hacia atrás. Lo amarraron de pies y manos contra el poste y le quitaron la manta de la cabeza. Por las ropas y el perfil visto a contraluz, me fue fácil reconocerlo: era «Chosca».
Los hombres le hablaban con notoria vehemencia, lo interrogaban. La fogata había sido preparada para torturarlo, porque alterados, burlones y presurosos, encendían en las llamas especies de mechones que desplazaban desde sus pies hasta su cabeza. «Chosca» hablaba, lloraba y gritaba; y ellos se reían, se impacientaban y gritaban también. Luego del buen rato en que los hombres dieron rienda suelta a su sadismo, ví que acercaron los leños y el fuego hacia los pies de «Chosca». Después le rasgaron la camisa hasta dejarlo con el torso desnudo, rociaron su pantalón con algún líquido inflamable y le prendieron fuego, «Chosca» dio un alarido estremecedor, y yo con mi rostro entre mis manos ahogué mi llanto en la arena. Le siguieron echando el líquido por todo el cuerpo y las llamas se animaban. Era terrorífico oír los últimos gritos desgarradores de «Chosca», hasta que su inconfundible cuerpo quedó sin vida; se desintegró como un simple tronco, que por pedazos caía entre las llamas; y al final, solo quedó ardiendo el poste. Los hombres desconocidos lo quemaron vivo; y yo que había visto toda la escena espeluznante, quedé horrorizado. Vomité hasta quedar con el estómago vacío y muy débil. Mi simple humanidad no me permitió contener el llanto; lloré como un niño impotente, enterrando, como ya dije, mi rostro en la arena para ahogar mis sollozos. Yo era consciente que debía mi libertad a aquel hombre que acababa de morir del modo más cruel, y a manos de otros hombres. Y yo lo había visto, nadie me lo había contado.
Me alejé una distancia prudencial de mi punto de observación, procurando no seguir huellas de caminos, por incipientes que éstas fueran; pues suponía que los captores de «Chosca» le habían sacado información acerca de mi presencia en la zona y era muy probable que decidieran buscarme también a mí. Mi estado anímico era indescriptible, puede que estaba al borde de la locura. Consciente aún que podía salvarme solo si seguía luchando; ya no solo por mi libertad, sino por mi vida misma.
Caminé toda la noche, sin descansar, y al amanecer incursioné en lo parecía una trocha carrozable. Había, en el camino, huellas de neumáticos que delataban la circulación poco frecuente de vehículos. Decidí seguir ese sendero, porque supuse que debía llegar a una carretera de mayor tránsito, o a un villorrio. No me equivoqué, porque la trocha era tributaria de una vía asfaltada, a la que ingresé con ánimo un tanto mejorado. A pocos minutos, me alcanzó un vehículo militar que me adelantó unos metros y paró. Del vehículo bajaron tres uniformados, me abordaron, registraron mi equipaje, decomisaron mi cámara fotográfica, los binoculares y solicitaron les entregue mis documentos. Ante sus interrogantes, expliqué que estaba haciendo turismo de aventura desde la frontera con Bolivia hasta Arica, y que buscaba alguna vía que me conduzca hacia algún pueblo. Los uniformados, militares del ejército de Chile, no me creyeron, y por mi condición de peruano, entré en sospechas de ser un espía. Les mostré mi pasaporte; también mi título de ingeniero, reducido en una fotografía del tamaño de mi documento de identidad, tratando de convencerles que estaba muy lejos de ser espía. «Si tú fueras un cura, tampoco te creeríamos, en peruchos no confiamos…», dijo el que parecía el jefe, indicándome que estaba detenido y que debía subir al vehículo. Se había complicado mi situación.
Subí y me senté al costado derecho del conductor. A la derecha mía se sentó el militar de mayor rango, de modo que yo quedé bien custodiado, en el asiento panorámico del centro. El tercer oficial subió a la carrocería del vehículo; junto a los subalternos: «la tropa», le llamaban mis nuevos custodios. Yo iba observando el paisaje; hasta que al costado del cruce de dos vías, en un letrero azul con letras blancas, se leía: «PUTRE 23 KM.» y «ARICA 108 KM.» Eso me orientó y me ayudó a estimar que estaba en la mitad del camino hacia Arica. El jefe de los militares ordenó al conductor parar el vehículo; era para instruir a sus subalternos acerca de la geografía de la zona, e indicarles que el desvío era la vía de acceso a la comuna de Putre, capital de la provincia de Parinacota.
Desde esta progresiva del camino, en la lejanía, se veía un nevado, era el Putre. La ciudad del mismo nombre, dormía al pie del nevado; pero muy lejos de éste, flanqueada por un cerro más bajo y árido. Después de algunos minutos, el jefe militar ordenó al conductor reanudar la marcha, siguiendo la vía en dirección hacia Arica, yo sentí alegría para mis adentros. Pero luego de recorrer alrededor de dos kilómetros, el conductor recibió la orden de estacionar el vehículo en un paraje denominado Zapahuira; allí, en el cruce de dos vías, había un restaurante turístico. No recuerdo si el nombre del restaurante era el mismo o uno similar; solo que sus paredes exteriores eran pintadas de un color rojo teja y a un costado había una antena parabólica. El jefe de los militares ordenó que allí almorzaríamos, por lo especial de la sazón y la atención. Al momento de bajar del vehículo, me dijo: «chino, invitas el almuerzo de hoy, solo somos tres. De aquí regresamos para que la tropa pase rancho en el regimiento de Putre; justo desde hoy, va acuartelarse allí». Siempre sonriente, respondí de modo afirmativo; eso no era problema para mí. Yo portaba dinero. Hacía un calor intenso que incomodaba mucho a los militares y mostraban tener mucha sed; lo que yo aproveché para invitarles cervezas heladas. Para los de la tropa, envié hacia el vehículo, tres botellas grandes de agua gaseosa, también heladas. Los militares me cogieron confianza, que yo aproveché bien; luego de un momento, les solicité permiso para ir al baño y me lo concedieron sin preocuparse de mi custodia.
Sin hacer ninguna necesidad fisiológica, analicé el ambiente del baño de manera rápida. Tenía un vano amplio como ventana, estaba sin material de cobertura, y su alféizar no era muy alto. Decidí salir por este hacia una calle perpendicular a la principal. Afuera, en la calle, vi un taxi que portaba una bicicleta en su parrilla. Casi de inmediato, vi otro taxi estacionado unos metros más adelante; serenándome, pregunté al taxista por un servicio de movilidad hacia la ciudad de Arica, me dio un precio y subí en el asiento trasero. Los primeros metros del trayecto viajé nervioso y recostado, escondiéndome de posibles miradas desde el exterior.
En el trayecto negocié con el taxista para que me movilizara hasta la ciudad peruana de Tacna; él accedió, pero cobrando una suma exorbitante y negándome todo derecho a regatear. Para conminarme al jugoso pago, el taxista me miró por el espejo retrovisor y se sonrió. Luego sacó de la gaveta de su vehículo un periódico, que me lo entregó en las manos, indicándome que debía leer su titular. Lo desdoblé y vi que el medio de prensa escrita, era de esos que en el Perú se los conoce como «diarios chicha»; y allí, junto a una gran fotografía mía, se leía: ¡NARCO ORIENTAL FUGA DE CÁRCEL MÁS SEGURA DE BOLIVIA!; en el subtítulo y con letras más pequeñas, agregaba: Fugó con avezado delincuente alias «Chosca». Interpol los busca en la frontera con Chile. Le devolví el diario, el taxista me miró de nuevo por el espejo retrovisor, quiñó uno de sus ojos, y chasqueando sus dedos con gestos de pedir dinero, me dijo: ¡Te tengo chinito, te tengo... Negocios son negocios! Y a la vez que aceleraba su vehículo, golpeaba con su mano diestra el volante y se requebraba carcajeándose.
Tacna, junio de 2015
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