A las 9:45 de la mañana, Héctor entró al edificio marcado con el número 95 de la calle Mérida. Su traje color marrón se le adhería al cuerpo a causa del sudor. Había tenido que caminar varias cuadras desde la estación antes de encontrar la calle y el número correctos. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo, arregló un poco sus cabellos y entró al edificio. Subió por las escaleras al segundo piso y tocó el timbre de la puerta número 201. Abrió una mujer que parecía ser la recepcionista, lo invitó a pasar y le indicó que se sentara en la sala de espera. Su cita era a las 10. La habitación era fría, había pocos muebles, las paredes estaban pintadas de blanco, sin ningún adorno, sin plantas y sin café para calentar la espera. "Más que una oficina de abogados, parece la antesala de un sanatorio", pensó mientras trataba de acomodarse en el sillón desgastado. Revisó su reloj, apenas habían pasado cinco minutos, sintió que esperaría una eternidad antes de que lo recibieran.
Justo a las diez en punto, un hombre entró a la habitación, parecía algo desalineado, y respiraba con dificultad, como si hubiera subido corriendo las escaleras. Se alisó un poco
el traje y miró a Héctor con interés, como tratando de reconocerlo. A Héctor le bastó una mirada para ubicar al recién llegado. Era Carlos, su compañero de la facultad. Nunca fueron grandes amigos, pero se conocieron lo suficiente como para sentir un poco de gusto al reencontrarse. Héctor se puso de pie y saludó al compañero con cierta efusividad que parecía verdadera, incluso, tal vez por el frío, se atrevió a darle un abrazo caluroso y prolongado. Se sentaron en la sala y comenzaron a ponerse al corriente de los últimos años de sus vidas. Carlos también venía a la entrevista. Ambos habían visto el anuncio pegado afuera de las oficinas del registro civil.
A las 10:15 minutos, entró la mujer recepcionista, miró a Carlos y con un suave ademán de sus manos, le indicó que la siguiera. Caminaron hacia el fondo de un estrecho pasillo y desaparecieron tras un portazo que sonó como un signo de interrogación.
Trece minutos pasaron cuando el amigo apareció por el pasillo, caminando de prisa, tenso y con el rostro pálido. Pasó sin despedirse, y con la vista clavada en la puerta, salió de la habitación. Héctor pensó en levantarse y salir, pero la mujer apareció de pronto. Lo miró sin decir palabra, y con el mismo movimiento de antes, le indicó que la siguiera. Caminaron por el pasillo, llegaron a una puerta sin rótulos, la mujer abrió sin avisar y se hizo a un lado para darle el paso. Héctor entró temeroso, la mujer salió y cerró con fuerza. La oficina era pequeña, al fondo se levantaba un pesado escritorio de madera color marrón, desgastado en las orillas y opaco por la pátina del tiempo. Las paredes del fondo estaban cubiertas por libros de todo tipo. Los libreros ocupaban las tres paredes del cuadro. Sobre el escritorio, sólo había un teléfono de oficina, un par de plumas negras, una carpeta con documentos y dos manos regordetas y rojizas que salían de un traje negro
satinado. Un rostro redondo, de piel rosada, con algunas arrugas y el ceño fruncido, miraba con los ojos entornados al recién llegado.
—Pasa y siéntate— ordenó el hombre, con una voz grave, de tenor experimentado.
Héctor caminó hacia la silla de plástico y se sentó incómodamente. Más de cerca se pudo dar cuenta que los libreros eran falsos. Se trataba de un papel tapiz que cubría de arriba abajo las paredes. El efecto era muy convincente.
—La cosa es sencilla— dijo el hombre rosado—. Lo único que tienes que hacer es señalar a una persona, decir que tú lo viste cometer la acción, describir a la víctima, el escenario y el arma. Eso es todo, sencillo, ¿no? Si lo haces bien, habrá otros trabajos. La paga es buena. ¿Qué dices?
Héctor se quedó mudo, no entendía lo que había escuchado.
—Tienes hasta mañana para pensarlo— gruñó el hombre mientras sacaba un puro de su bolsillo—. Te puedes ir.
Héctor salió casi corriendo, bajó las escaleras tan rápido como pudo y se alejó del lugar sin rumbo aparente.
Esa noche no pudo dormir. Para nada aceptaría la propuesta. Su disyuntiva era si denunciar o no. Lo pensó un par de días, después decidió olvidarse del asunto.
Las semanas pasaron y Héctor no conseguía empleo. Tuvo que empezar a vender sus pertenencias. Comenzó con los discos, luego sus libros, y después su colección de juguetes antiguos.
Un día, cuando se dirigía a la casa de empeño, le ocurrió algo que acabó de deprimirlo. Mientras atravesaba un crucero, le llamó la atención una gran camioneta negra, flamante, del año. Siguió caminando mientras se acercaba a la ventanilla del conductor. De inmediato lo reconoció. Era Carlos. Vestía un traje azul brillante, un reloj ostentoso en su muñeca izquierda y unos lentes de sol de la última colección. Se acercó a la ventanilla con la intención de saludar a su excompañero. Pero al verlo, Carlos aceleró la
camioneta, y pasándose el alto desapareció entre las calles.
Ya en su casa, Héctor no dejaba de pensar en aquella horrible oficina, el hombre gordo, la mujer extraña, pero sobre todo, en su compañero. Harto de aquellas imágenes, se acostó en la cama y se tapó la cara con la sábana desgastada. Y así durmió, con un café en el estómago, frío en los huesos y el honor intacto. |