Lo único que se podía resaltar de la mano, que salía de la tierra lodosa, era un anillo negro. El cuerpo de Edgar comenzaba a salir poco a poco de su tumba. Estando afuera lo primero que hizo fue rascarse la cabeza.
Cabellos sobrevivientes, carne seca y gusanos desnutridos cayeron en sus zapatos.
El cementerio, lleno de lapidas rasgadas, cobró una nueva imagen ante los ojos de Edgar. Ya no era un lugar donde los muertos reposaban por toda la eternidad, sino un ejército listo para despertar.
Edgar levantó su mano al cielo negro de la noche. Tenía el poder de la resurrección en su dedo meñique.
Edgar no tenía ningún discurso preparado. Solo se limitó a decir:
- Levántense.
Varias manos comenzaron a salir de sus tumbas. Edgar, al que le faltaba el labio superior, no pudo evitar sonreír al ver a su ejército formándose.
Los muertos estaban dispuestos a obedecerlo.
Edgar tenía la orden perfecta para ellos. Volteó para ver una casa ubicada en la cima de una colina.
Era el hogar de su único amor: Verónica. Con mucho dolor Edgar recordaba las últimas palabras que le dijo antes del accidente:
- Nos vemos en el restaurante de Rosita en una hora. Tenemos que hablar.
El destino, en forma de un conductor borracho, los separó. Edgar voló varios metros antes de caer de cara sobre el rugoso pavimento. Los paramédicos se asombraron que aún siguiera vivo. El asombro no duró mucho porque Edgar murió camino al hospital.
Una permanente cojera fue lo único que herero de ese accidente. Ordenó a su tropa de zombies que lo siguieran, rumbo a la casa de Verónica. Gruñidos y pasos acabaron con la quietud de la noche.
- Ahora si tendremos tiempo para hablar- dijo Edgar maliciosamente.
Verónica se miraba al espejo. Estaba en ropa interior con calzones rojos y un sostén blanco. Admiró su larga cabellera rubia. Maldijo a su madre, desde dentro, por obligarla a usar cola de caballo por 15 años.
- ¿En que estabas pensando mamá?- le dijo a su reflejo.
La culpa la atacó. Hace solo una semana que sus padres murieron. Su padre, de un infarto cerebral y su madre, de un ataque cardiaco. Un par de lagrimas cayeron por sus mejillas hasta tocar sus labios, con su lengua probó algunas. Saladas.
- Tranquilízate Verónica. Intenta ver el lado positivo.-nuevamente hablaba con su reflejo- Gracias a ellos tienes una casa nueva.
Verónica herero la vieja casa familiar y su hermano Rubén, todo el dinero de la familia. Este se fue a Lima para fundar la fábrica de colchones que siempre soñó.
- Que se vaya al diablo. Tengo todo lo que necesito aquí.
Verónica tenía a Raúl, un talento carpintero, cocinando tallarines en la cocina.
Se puso un vestido floreado, era el más bonito que tenía.
Un poco de polvo llegó a su nariz, haciéndola estornudar.
Esos estornudos limpiaron sus fosas nasales porque llegó a sentir el olor de la salsa de tomate quemándose.
Un poco de humo llegó al cuarto de Verónica. Ella intentó alejarlo como si fueran un grupo de moscas de niebla.
- La salsa de tomate se está quemando.
- ¡Carajo!- Raúl esperaba que Verónica le diera una solución. Estaba desesperado.
- Échale un poco de agua y muévelo bien.- le sugirió Verónica. El sonido del agua al chocar con la olla caliente alteró sus nervios. En cualquier momento le podría dar una migraña.
- Raúl, sal de la cocina. Yo me encargo- la olla estaba llena de agua roja.
Raúl, avergonzado, miraba los pies de Verónica. Usaba sandalias negras. Era como un niño que tenía que enfrentar los regaños de su madre. Un niño de 25 años, musculoso y con el cabello llegándole a la nuca.
Raúl fue en busca de platos y tenedores. Estando sola
Verónica se lavó las manos con agua y liquido para lavar platos. Estaba lista para cocinar,
- Es hora de usar la vieja receta de mamá.
Verónica sirvió los tallarines humeantes. Raúl no podía creer que se haya tardado media hora en cocinar esa maravilla.
Raúl masticaba despacio, saboreando cada bocado. Fueron de las pocas lecciones que aprendió de su madre. Su padre se encargó de la carpintería. Verónica se llenaba la boca de fideos con mucho orgullo.
- Esta riquísimo- fue toda la crítica que pudo dar.
Verónica tragó la comida para poder agradecer el elogio.
- Tienes que darme la receta- Raúl tenía el tenedor con restos de pasta.
- La receta se va conmigo a la tumba. Lo siento- Verónica siguió comiendo.
Hablando de tumbas Edgar llegó a la casa. La serpiente demoniaca, que tenía como timbre, los observaba. Era una criatura de escamas detalladas, colmillos grandes y ojos rojos. Algunas leyendas cuentan que el padre de Verónica, Don Gregorio, pintó esos ojos con su propia sangre. Edgar lo habría creído sin problemas. Si tuviera corazón, latiría a mil por hora. Si tuviera pulmones, respiraría agitadamente.
El botón del timbre estaba dentro de la boca de la serpiente. Edgar lo tocó el "ding dong" hizo eco en el lugar vacio. Raúl les abrió la puerta se les quedó mirando a todos.
- Aún falta mucho para Halloween- Raúl se rascó la nuca- ustedes hicieron un grandioso trabajo con el maquillaje, hasta parecen muertos de verdad.- se volvió a rascar la nuca.- espérenme aquí- cerró la puerta.
Verónica vio a Raúl salir de la cocina con una bolsa de caramelos. Con tenedor en la mano, se levantó para pedir explicaciones.
- Raúl, ¿Que estás haciendo?
Raúl tenía la mano en la perilla, listo para abrir. Verónica le quitó los dulces y repitió la misma pregunta.
Raúl abrió la puerta en señal de respuesta. Verónica pudo ver el festival de carne podrida y huesos al descubierto. La joven se puso pálida de inmediato, apretó la bolsa de dulce contra su pecho.
Raúl se disculpó con los zombies. Miró a ambos lados, no había otra cosa a la vista.
- Pueden intentar en el pueblo. Estoy seguro que tendrán más suerte ahí. Está a un par de kilómetros a la derecha- cerró la puerta.
¿Que mierda acaba de pasar? se preguntaba Edgar mientras él y su ejército de muertos se quedaron mirando la serpiente demoniaca, que era su única compañía.
Un momento ¿Quien era este tipo? se preguntó Edgar alarmado. No será...
Volvió a tocar la puerta, esta vez más fuerte. Al ver que nadie le abría ordenó a los zombies que le ayudaron con los golpes. La serpiente demoniaca se iba manchando con gotas de sangre negra.
Verónica empezaba a recuperar el color natural de su piel. Bebía una vieja medicina familiar: Pisco. Una vez escuchó a su abuelo decir: "El pisco es la mejor medicina del mundo; cura hasta el sida".
Si puede curar el sida, entonces un ataque de nervios será un juego de niños, pensó Verónica.
Harta de los golpes a su puerta Verónica, hecha una furia, y abrió a sus indeseables visitas. No miró a los otros engendros salidos de sus tumbas solo se enfocó en el hombrecillo del traje marrón y cabello abultado.
- Edgar, ¿Eres tú?
- Verónica, amor mío yo...
Edgar tuvo que terminar su frase a la serpiente demoniaca porque Verónica le cerró la puerta.
- ¿Conoces a este tipo?- le preguntó Raúl.
Verónica asintió.
- Su nombre es Edgar. Es mi ex novio.
- ¿No crees que está demasiado grande para pedir dulces?
Verónica golpeó el hombro de Raúl.
- ¿No crees que está demasiado muerto para seguir vivo?
- No entiendo.
- ¡Raúl!- Verónica lo agarró de los hombros- Edgar murió hace más de un año.
Ahora el turno de Raúl de palidecer. Los golpes no cesaron.
- Lárgate Edgar. Regresa a tu tumba o que se yo...
- Verónica he escapado de las profundidades del averno por ti. Así que no me hagas esperar y abre la maldita puerta.
- ¡Lárgate!- gritó Raúl con voz rota.
- ¿Quien demonios eres tú? - preguntó Edgar.
- Soy Raúl, el novio de Verónica.
- ¡Me cambiaste por este imbécil!
- Raúl es mejor hombre que tú. Por ciertos 8 centímetros no es tamaño promedio.
- Se acabó. Derriben esta puerta- Edgar estaba furioso por ese ataque gratuito. Varias manos rompieron la madera.
Una de ellas giró la perilla abriendo la puerta. Edgar y su grupo de muertos entraron. Sus pasos sonaron por toda la casa.
Verónica gritó y Raúl, igual de asustado, se paró frente a su novia.
- No dejaré que le hagan daño.
- A él- gritó Edgar.
Los muertos se lanzaron sobre Raúl. Varias manos llenas de pus agarraron sus brazos impidiéndole moverse.
- Lleven a este idiota a la cocina. Tiene que servirnos la cena- sin mucho esfuerzo los muertos se llevaron a Raúl.
- ¿Que piensas hacer? - preguntó Verónica con el alma en la boca.
- Él tiene que servirnos la cena. Tenemos que hablar, ¿lo recuerdas?
- Eres un cerdo.
Edgar ignoró el insulto de Verónica. Estuvo más concentrado en el escote de su vestido floreado. Puso una mueca de desprecio.
- No puedes ir a mi velada con esas prendas- se dirigió a los zombies.- Llévenla a su cuarto y escójanle una mejor ropa. Usen la fuerza si es necesario.
Los muertos la arrastraron de espaldas con mínimo esfuerzo. Verónica gritaba a pulmón entero. Cansado del escándalo uno de los zombies le tapó la boca con su huesuda mano.
Los veinte minutos que pasaron fueron como veinte horas para Verónica. Uno de los muertos la empujó con las dos manos, obligándola a salir. Estuvo a punto de caer, pero permaneció de pie, con los ojos rojos, la garganta adolorida y el vestido rasgado.
- Es el mejor puto vestido.
- No tenía nada mejor- se excusó uno de los muertos.
Varias lágrimas salieron de sus ojos. Los zombies quitándole la ropa, manoseándole y luego volviéndosela a poner serán recuerdos que permanecerán en su cabeza por el resto de su vida. Es asco y la humillación fueron tantos que terminó vomitando.
- Ahora tendrás más espacio para la comida. Siéntenla en la mesa, que es hora de comer.
Los zombies la sentaron frente a Edgar. Verónica estaba tan débil que no opuso resistencia.
- ¿Donde está el mesero que nuestra cena?
Raúl llevaba una tabla de picar, que servía de bandeja, con dos platos de tallarines. Para él la tabla pesaba diez veces más. Uno de los zombies quiso acelerar las cosas empujándolo. Raúl cayó al suelo derramando la pasta.
- Llévenlo adentro y denle un golpe de mi parte.- ordenó Edgar.
Lo regresaron a la cocina. Raúl no dejaba de gritar. Un par de golpes en la cara lo terminaron callando.
Minutos después Raúl volvió con un ojo hinchado y morado. No podía ver nada desde ahí. Perdió tres dientes y tenía la nariz rota. Cuando puso el plato de Verónica pudieron verse. Ambos se sintieron indefensos. Verónica con los ojos llorosos y Raúl con un solo ojo.
- Te juro que te sacaré de aquí y mataré a ese hijo de puta con mis propias manos- dijo Raúl.
- Ya te escuché. Llévenlo a la cocina y buen provecho.
Varias manos putrefactas agarraron a Raúl y lo devolvieron a la cocina. Cerraron la puerta pero no pudieron callar sus gritos, cosa que divertía a Edgar. La falta de un labio y varios dientes convirtieron, lo que se supone que era una sonrisa en una mueca desagradable. Verónica también hizo una mueca, de repugnancia.
- Fue una velada perfecta- resaltó Edgar- Ahora solo falta un pequeño detalle para convertirlo en una velada divina ¿Que te parece un beso?
Edgar se subió a la mesa, dando la ilusión de ser más alto, se puso de cuatro para y se acercó a Verónica como un depredador a su presa. Un par de zombies la agarraron de los hombros. No podía moverse ni un centímetro.
Los pocos dientes que le quedaban se mostraron ansiosos ante la oportunidad de besar a Verónica. El único labio que le quedaba, de un marrón grotesco, tenía que hacer el doble del trabajo para que la experiencia fuera inolvidable.
Verónica pudo ver el anillo negro en su dedo meñique. Ella estuvo en su funeral y Edgar no tenía nada en su dedo, en el ataúd solo había un cuerpo pálido y un traje barato.
Edgar acariciaba el rostro, húmedo por las lágrimas, de Verónica.
El anillo negro rosaba su cara, tal vez ese anillo era la razón del porque podía controlar a los muertos.
Tenía que quitárselo.
- ¡Edgar!- gritó Verónica tratando de esconder su desesperación- Edgar, querido ¿Recuerdas ese juego que tanto me gustaba cuando salíamos?
Edgar no respondió.
- El dentista.
- Ah, ese juego- Edgar sonó desinteresado.
- Edgar, ese juego me excita. Por favor hazlo por mí-
Verónica trató de sonar lo más coqueta que pudo. Le fue imposible, la idea de que Edgar le vaya a meter sus dedos en su boca le provocaba nauseas.
- Todo por ti querida.
Edgar puso el dedo meñique en la boca de Verónica. Exploró las mejillas, los dientes y la lengua.
¡Es hora!
Verónica cerró la boca tan fuerte que le arrancó el dedo a
Edgar. Los labios de Verónica se tornaron de un negro oscuro que contrastaba con el rosado de su boca. Edgar gritaba y maldecía de dolor ¡Maldita puta! eran sus palabras predilectas.
Con la otra mano abofeteó a Verónica, ella siguió masticando el dedo de Edgar. Escupió una papilla amarillenta, sin anillo.
- ¡puta devuélveme mi anillo!
Verónica se tragó el anillo. Los zombies se alejaron de ella, quien no iba a desperdiciar la única oportunidad que tenía. Verónica rompió un plato con el puño y agarró el pedazo más afilado. Edgar se aleja asustado, sus suplicas no fueron suficientes para impedir que su ex novia le clave el trozo de plato varias veces en el cuello.
Edgar dejó de moverse, estaba muerto. Otra vez.
Los zombies se quedaron parados esperando una orden, la que fuera.
- Llévense a esta basura y lárguense de mi casa- gritó Verónica.
Los muertos vivientes cogieron el cuerpo maloliente de Edgar y salieron de la casa en fila india, incluso los que estaban en la cocina.
- ¡Dios mío Raúl!
Verónica corrió a la cocina para ver a su novio atado, cabizbajo, sin zapatos ni dos dedos de los pies. Lo desató y se dieron un beso , felices de que todo haya acabado. El sol había salido, eran un nuevo día.
- Necesito ir a un hospital- dijo Raúl.
- Si, yo también.
- ¿Que pasó?
- No querrás saberlo. Solo digamos que necesito un lavado de estomago.
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