El gran computador, cerebro creado a imagen y semejanza del hombre, producto de ecuaciones intrincadas y artificios de gran complejidad, tenía sus días contados. Algo casi imperceptible, casi insondable en su cableado exquisito le indicaba que pronto comenzaría a colapsar y ya no habría un ingeniero ni un experto cualquiera que pudiese intervenir para evitar el ocaso.

Tan a imagen y semejanza y tan distinto en su conformación, el aparato más preciso y veloz de la tierra, a punto de exhalar algo equivalente a un último suspiro, sólo olvidó las complejas operaciones y ensimismado, atormentado y ¿por qué no decirlo? esperanzado, imaginó que algo lo trascendería, algún halo, una entidad invisible. Y antes que ese enorme disco duro cesara en sus funciones, creyó verse precipitado hacia un insondable agujero en el cual pronto viajaría veloz hacia lo desconocido.