Atrás quedaban los tiempos en los que aquello del bacalao sonaba a ruta gastronómica. Se trataba más bien del canto del cisne lúdico y recreativo de nuestra generación. Quizá por ello asistimos con ciertas reservas de estupefacción. Los huesos ya no nos dejaban movernos de acuerdo con aquellos ritmos. Los huesos y las cervezas sin alcohol. Pues he de decir que nosotros éramos unos festeros pero de observación. No nos sumergíamos en la vorágine aquella psicodélico- agresiva. LLegábamos, veíamos y bebíamos- cerveza Buckler- y nos largábamos con las mismas dosis de acierto o error, pero sin trasmutar nuestra esencia psicoactiva. Nuestras conversaciones a la vuelta, encapsulados en aquel 127, eran más de índole filosófica que otra cosa. A veces hasta nos daba por cantar. Esto era lo que más nos divertía. También ocupaba espacio conversacional, cuando alguno, lanzado por el ánimo que siempre infunde la canción española, nos hacía un breve bosquejo- lucidez Buckler- sobre algún cuerpo glorioso que había tenido a bien interponerse entre nuestras pupilas y el fondo del espacio de la discoteca, durante aquellas excursiones sabatinas crepusculares nuestras. En general no éramos de mucho ligar pues frecuentábamos antros diseñados para otras cosas distintas que la mera observación que nos llevábamos. Por ello hacíamos un surtido mensual: para no darnos a conocer en demasía frecuentando los mismos lugares cerca en el tiempo. Eramos conscientes de nuestro hecho diferencial, pudiéndose decir que consistíamos en unos especímenes intermedios entre los que no salían los fines de semana y los que lo que hacían era no entrar. Pero nos gustaba ir por ahí con el objetivo entre otras cosas de pasar desapercibidos entre aquella fauna que hacía bastante gala de tal.