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Como todos los días, Carlos se levantó poco antes de las doce, sin prisa, con toda la calma del mundo. Se enjuagó la cara, pasó el cepillo un par de veces por sus cabellos enmarañados, se puso el pantalón que tenía a la mano y la sudadera de siempre, desgastada por el uso. Abrió el refrigerador y lo encontró vacío. Por primera vez, en sus 30 años de existencia, no tenía nada para desayunar. Rascó el frasco del café, sólo le alcanzó para preparar media taza. La bebió despacio, a sorbos, mientras escogía con la mirada algunos libros de su colección particular, acomodados minuciosamente en la repisa superior. Terminó el café, guardó los libros en la maleta y salió a la calle. La venta no iba nada bien, en los últimos meses había disminuido considerablemente.

—Es por el maldito internet— dijo Luis, mientras acomodaba sus libros sobre la banqueta.

—Cuál internet, es la situación económica que cada día está peor— sentenció Carlos—. Ya no alcanza para nada.

La tarde avanzó y las ventas eran nulas. “No desayunar lo pone a uno de malas”, pensó Carlos, mientras se acariciaba la panza, como si quisiera consolar el llanto de sus tripas.
Ya casi era la hora de recoger, cuando de pronto, se acercó al puesto un hombre de traje gris, zapatos boleados, lentes de pasta, cabello relamido y un maletín ejecutivo de piel colgado del hombro derecho.

—¿Cuánto por el de Virgilio? — preguntó el hombre mientras se agachaba para levantar el libro.

—250, está en buenas condiciones.

—Sólo traigo 200, ¿cómo ve?

Carlos se quedó pensando un momento, mientras sus tripas le gritaban que aceptara el dinero.

—Está bien, nomás porque ya estoy levantando— dijo con algo de pesar, era de sus libros favoritos.

El hombre sacó el billete de su cartera y pagó sin vacilar. Abrió su maletín para guardar el libro y en ese momento Carlos pudo observar que dentro del maletín, el hombre llevaba otro libro. El movimiento fue rápido, sin embargo, pudo identificar con claridad de qué libro se trataba. Era un ejemplar del Quijote, edición exclusiva, ilustrado con fotografías de Dalí y forrado con tela aterciopelada, una verdadera joya. Sólo se imprimieron 100 en todo el mundo. Y uno de esos estaba ahí, frente a él, al alcance de su mano.

El hombre dio las gracias y se alejó apretando el paso. Carlos lo siguió con la mirada. Ya había tomado una decisión.

—Te encargo un momento el puesto, ahorita regreso— le dijo a Luis, mientras se ponía la capucha de la sudadera.

El hombre del traje dio vuelta en la esquina. Carlos apretó el paso y en un instante estaba justo detrás del hombre. Sin pensarlo, jaló el maletín con fuerza para zafárselo del hombro. Sin embargo, el hombre reaccionó con rapidez, resistió el jalón con tal fuerza que hizo caer a Carlos de espaldas. El hombre, sin darle oportunidad de levantarse, comenzó a patearlo propinándole una tremenda golpiza. Llegó la policía, los oficiales subieron a Carlos a la patrulla, no sin antes encajarle un par de codazos en las costillas, mientras el hombre le gritaba todo tipo de insultos. “Te vas a quedar un buen rato en la cárcel, de eso me encargo yo, maldita rata malviviente”. La patrulla se alejó con la sirena a todo volumen.

—¿Qué pasó allá adelante? — Preguntó Luis a la señora de las flores.

—Agarraron a tu compa, al parecer le quería robar a un señor, que resultó ser un funcionario influyente de la delegación.

—Ni hablar, el hambre siempre es mala consejera—sentenció Luis, mientras guardaba los libros de Carlos en su valija.

Texto agregado el 09-12-2016, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


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