La ciudad se encuentra empapada por el sudor de la hora pico. El movimiento del vagón me arrulla al transitar por la ciudad llena de oficinistas a esta hora de la tarde. Las montañas pasan y se ocultan tras el brazo del señor que viene recargado en mi hombro. Sin proponérmelo, la escena me recuerda a aquella ocasión en la que torpemente decidí seguirte en metro mientras tu fingías que no me habías visto. Te ocultaste tras la panza de un señor y las bolsas del mandado de otra señora. Esa vez nos sonreímos como imbéciles a lo lejos.
Un codazo en la cara me trajo de vuelta a la realidad. Miré con enojo al culpable que huyó de la escena y sobé mi pómulo. Seguramente me saldría un moretón, maldita piel sensible. Tomé mi celular para mirar mi cara y en acto reflejo busqué tu contacto y me quedé mirando tu foto. Ya no respondes mis mensajes desde hace semanas. Medité si era prudente marcarte. La voz del chofer me distrajo, estaba anunciando mi estación. Me aceleré a la salida, pero el tumulto no me dejó llegar antes de que las puertas se cerraran en mi frente. Bajé en la siguiente, y en lugar de tomar el metro de vuelta, salí a la calle.
El aire frío entumece mi cara. Un abrazo tuyo me devolvería el calor, pensé. Sacudí la cabeza en mi usual intento por borrar las ideas imaginarias que me atacan inesperadamente. Caminé a mi departamento bajo la noche que acaecía con prontitud, pensando en el aroma de tu cabello, en tu respiración agitada que danzaba junto a la mía en aquella noche en que se fusionaron nuestros labios. Escuché un ruido detrás mío. Una vez viví una historia con un exhibicionista en esa colonia, así que volteé con temor. Se trataba de un perro que había salido de un bote de basura. Se quedó postrado ahí, inmóvil, viéndome, como intentando dar un mensaje. Lo miré fijamente; sabía lo mucho que te gustaban. Le tomé una foto y te la envié sin esperar respuesta. Cuando partí el perro ladró, no se detuvo, simplemente dejé de escucharlo a la distancia.
La migraña hizo de las suyas nuevamente. Al llegar al departamento abrí la puerta, y, sin encender las luces, caminé a la cocina. Tomé un cigarrillo de la cajetilla que guardaba en mi mochila. Lo apreté entre mis labios. Al tiempo en que sacaba el encendedor sentí una vibración en el bolsillo del pantalón. Tomé mi celular con la otra mano. Vamos a vernos, respondiste. Dejé el celular en la barra y procedí a encender el cigarro. En fracciones de segundos, en lo que acercaba la flama a mi rostro, noté un olor extraño. Una bocanada de fuego llenó la cocina y me envolvió entre sus brazos ardientes. No se sentían delicados como tus manos. Ahí fue cuando morí, por una estúpida fuga de gas en el cochino departamento con setenta años de antigüedad que rentaba. |