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Los vericuetos del alma fueron fabricados por un arquitecto que realmente sabe de escondrijos. Allí existen desvanes vacíos y otros atiborrados de objetos innecesarios. Existe también en un lugar sombrío una especie de arpa que es tañida de vez en cuando por los dedos de la nostalgia. Las mujeres sabemos que esa es nuestra habitación preferida y allí nos confesamos a nosotras mismas lo débiles que somos y lo mucho que nos cuesta reconocerlo. Ahora bien, la debilidad es también nuestra mayor fortaleza, si sabemos encauzarla para nuestro beneficio. Pero, ahora, en este momento, ¿Cómo le digo a la nostalgia que deje de tocar esa melodía que tanto nos atrae, acaso por simple masoquismo, pero que a la larga se nos hace insoportable? Y allí, una se va a esa sala en donde se guardan los recuerdos y degusta los instantes que fueron dándole estructura a nuestra existencia.

Fue mi esposo hace quince años y me abatió su indolencia, su frialdad. Yo lo quise, porque en el fondo era un hombre bueno, algo complicado, silencioso, con una pasión por las cosas que le interesaban. Lamentablemente, el amor y el sexo no estaban dentro de sus prioridades y eso provocó un abismo entre los dos. Una no nace sabia, porque de otro modo, yo habría tomado la iniciativa y lo habría aconsejado, mimado y quizás y sólo quizás, el pobre habría despertado.
Muy por el contrario, nos fuimos distanciando cada vez más e intuyo que existe esa matemática ecuación en que los amantes se transforman en antípodas. En esa triste y extrema situación, le arrojé objetos a la cabeza, elegí los peores insultos que se me ocurrieron para agredirlo. Pero él, aparentemente indemne en esta disputa, sólo se iba de la casa para caminar por callejuelas solitarias, fumando un cigarrillo que para él seguramente era mejor compañía que yo.

Los hijos crecieron e hicieron sus vidas, pero siempre solidarizaron con él, que se veía más débil. O más pacífico. Yo era la desalmada, la hiena, la que no sabía distinguir un gesto suyo, atribuyéndolo a un soterrado cinismo de su parte. Es inteligente, no lo dudo, y por lo mismo, muchas veces desconfié de él. Intuía un larvado afán suyo de controlarme. Pero, como nunca ha sido e imagino que nunca será un tipo con don de mando, me rebelaba en esta disputa no declarada y en que los gestos y los refunfuños cobraban protagonismo.

Un día la gota del desamor rebasó el vaso. Y me fui de la casa con lo necesario. Supe por mis hijos que solo en su pieza lloró desconsoladamente. Y que después se tragó sus lágrimas por ese dolor inmenso que produce una ruptura y que sanó muy pronto con los cataplasmas simples que nos otorga la vida.

Pasó el tiempo y él parecía muy feliz con su soledad. Por mi parte, encontré un hombre más simple, más visceral y sobretodo, más apasionado. Suspicacias aparte, no elegí a Abraham por su sensualidad, sino porque ahora me daba cuenta que necesitaba un verdadero compañero, un hombre que tocará todas las fibras de mi cuerpo, cual si fuese yo un instrumento que necesitaba afinación. Eso se dio bien en los primeros dos años, pero después, Abraham cambió y comenzó a llegar tarde en las noches, a veces no llegaba y ya no me regalaba esas caricias que tanto le acomodan el espíritu a una mujer. Me propuse reconquistarlo con todos esos recursos que tenemos nosotras, pero fue en vano. Y un día cualquiera, Abraham me dejó.

Allí nació mi cuestionamiento. Si estuve tantos años con mi esposo y no supe comprenderlo, porque ahora pensaba que había sido eso, menos lo iba a conseguir con Abraham, que tenía más mundo, que era aficionado a la sensualidad y que seguramente se dio cuenta que ya no perdería más tiempo con una refunfuñona.

Pronto supe que mi ex había encontrado una mujer con la que parecía completamente feliz. Me dije, tratando de entrecerrar la puerta de la nostalgia, que ella debía ser una mujer muy tolerante, tanto como para soportar sus necesarios silencios, su enfermiza sobriedad y muchos otros defectos del pobre hombre. Pero, todas esas elucubraciones mías sólo intentaban aventar esa enorme desazón que se había apoderado de mí al intuir que acaso era yo la propiciadora de mi soledad.

Un buen tiempo después, fui invitada al bautizo de mi segundo nieto y concurrí a la ceremonia sola, como ya se me había hecho habitual. Todos me saludaban con evidente efusividad y no faltaban esos comentarios que parecen resbalar de las fauces de algunos seres intrigantes: -“Tan joven que se ve y tan solitaria que anda”, “es regodeona usted con los hombres, y tantos que la andaban cortejando cuando usted estaba casada.”
Yo sólo sonreía para no crear innecesarios conflictos con aquellos conocidos y todo estaba a punto de comenzar cuando apareció él.

Vestido de terno, se veía muy elegante, era apuesto y caminaba con garbo al lado de la mujer que ahora era su compañera. A la pasada, le sonreí y él hizo un gesto que no alcanzó a ser sonrisa. ¡Tan mezquino en su gestualidad, como siempre!

La ceremonia fue emotiva y breve, todo lo que uno pide para que no se transforme en una lata. Después, concurrimos a la casa de nuestro hijo para disfrutar de una agradable recepción.

Mi ex, se acomodó con su pareja frente a mí, no, seamos claros, yo me ubiqué a propósito frente a ellos para curiosear, para estudiar el trasfondo de sus miradas y medir con pordiosero afán la amplitud de sus sonrisas. Era indudable, ellos eran felices, tan felices como nunca lo fuimos nosotros mismos

. Sentí una endiablada necesidad de hacer algo imprudente, sólo lo pensé. En cambio, trinché con fuerzas la presa de pollo que había en mi plato y me propuse escuchar los suaves compases de la música ambiental. Pero se me entrecruzaban las ideas y sobretodo, la que más me dolía: la de tener la certeza de que lo había perdido para siempre.

¿Qué diablos tenemos en la cabeza algunas mujeres? ¿Qué demonio se nos mete entre los sesos para creer que lo que tuvimos alguna vez, nos pertenece sólo porque ese alguien jamás se despidió de nosotras y todo se quedó adherido a un largo preámbulo de dudas, de arrepentimientos frustrados, de una pertenencia truncada por nuestras propias manos?

En algún momento sentí su mirada melancólica sobre mí y confieso que algo se me alborotó dentro, sonreímos, brindamos y Elena, que así se llamaba ella, se nos unió. Conversamos algo intrascendente, un alboroto de palabras sólo para soslayar la incomodidad. Así transcurrió todo, ellos tejiendo su complicidad y yo despidiéndome a cada sorbo de vino de él. Los demás no existían, sólo éramos los tres, mi ex, la intrusa y yo, tratando de hacer de juez cuando en realidad era la víctima. Víctima de mi misma, de mis desaciertos, de mi incomprensión.

Cuando al final ellos se fueron, me quedé sentada en el mismo lugar, tratando de sonreír por simple orgullo. Pero, algo se venía desde muy adentro, desde muy hondo, era un océano socavado dentro de mi indiferencia, un mar salado y amargo que pugnaba por brotar, por abrir cauces en mi dignidad herida. Y fluyó con la furia de lo incontenible. Y allí y sólo allí, las lágrimas corrieron por mis mejillas, hermanándose por fin con las derramadas mucho tiempo antes por aquel que abandoné.














Texto agregado el 07-12-2016, y leído por 284 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-12-2016 Pues que triste para ella . . . nadie sabe lo que tiene, hasta q lo ve perdido. Me gusto el relato, mucha imaginacion de tu parte, aunque pudiera estar sucediendo esto en algun lugar. 5* bishujoo
07-12-2016 No hay culpables...es la vida. glori
 
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