Ruta del bacalao un veintiocho de Diciembre.
Nos soplaron quince euros en taquilla, pero había valido la pena. El ambiente estaba vibrante y pronto nos contagiamos de aquella locura controlada que representaba aquel espacio y las gentes en concurrencia que por allí había.
Decidimos abandonar el lugar que había sido testigo de nuestras andanzas hasta el momento para adentrarnos en otro más privado de las pupilas del general y no por afán de ocultar tejemanejes drogadictuales o de índole sensual, sino por ganar, en algo, intimidad.
Lo siguiente que recuerdo fue un sonido estruendoso elevado a la décima potencia que se engrandecía conforme avanzábamos por el local.
Subimos unas escaleras que nos conducían a su parte alta cuando recibimos como fogonazos el flash de una máquina fotográfica. Al parecer alguien estaba haciendo un reportaje fotográfico por allí. La siguiente tarea- apremiante- era llegar a la barra. Puede parecer fácil desplazarse unos cuantos metros, sin embargo, como quiera que el establecimiento aparecía completamente atestado, alcanzaba categoría de gesta allegarse hasta aquel nuestro objetivo. Cuando, finalmente, lo conseguimos, habría terminado la historia si no hubiera ocurrido lo que a continuación se cuenta.
En realidad nuestro propósito era empuñar tres tercios de cerveza. Sin embargo aquí empezaban nuestros problemas, pues no bastaba con arribar a aquel puerto ya que el meollo del asunto consistía en te hicieran allí caso. Tocábamos madera, bien cierto era, pero igual hubiera sido no haber entrado incluso al local, pues la concurrencia hacía que fuera difícil llegar tanto como que te atendieran para placar la sed. Y eso que éramos tres. Las múltiples manos y diferentes reclamos distraían la atención de tal forma que por mucha alharaca y gesticulación con las que poníamos empeño, no debían ser nuestros rostros suficientemente llamativos por no hacernos el mínimo caso. La sensación de sed, con ello, se hacía más apremiante hasta el punto de rayar en la deshidratación en mitad de toda aquella sala sudante.
Como quiera que no nos hicieran caso, al menos teníamos la satisfacción de encontrarnos allí y disfrutar del ambiente. Pero el alto nivel del sonido iba transformando la audición en una suerte de tortura. Se desgranaba por los altavoces algo que se perecía a los sonidos que deben de poblar las mismas puertas del infierno. De no ser porque habíamos pagado la entrada hubiéramos dado media vuelta, pero nos pareció el colmo del dispendio no aprovechar aquellos arpegios que se oían en aquella sala por muy cargados de decibelios que estuvieran.
Cuando a punto de desistir en nuestro empeño nos encontrábamos, de empuñar un trago de alcohol en forma de botella de cerveza, acudió, casi con cierto dinamismo, un camarero. Habíamos dado por buena la aventura en aquella discoteca.
Al volver al aparcamiento, sin embargo, descubrimos que nos había desaparecido el vehículo. Un Ford flamante que nos había prestado para la ocasión un hermano mío. Se nos hizo un nudo en la garganta como si una cuerda se deslizara a todo lo largo de nuestro gaznate. Yo tuve una especie de dèja vu y vi mi futuro como si se me representara delante y que puede resumirse de una manera breve: como un recuadro pintado de negro o en negro sin pintar. Cuando llamé al propietario por teléfono, en lugar de darle un infarto, empezó a reírse.
Estábamos abandonados en una suerte de deriva festera, pero mi hermano no me tendría que matar. La broma era propia de un veintiocho de diciembre. Habían seguido nuestro pasos por las informaciones que les proporcionamos, y con el otro juego de llaves se habían llevado el coche.
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