El Johan nació como todos los niños. La verdad es que no como todos. Con un padre alcohólico y una madre que fumó marihuana durante el embarazo, en la carrera de la vida el Johan partió con mucha desventaja y su desarrollo cerebral, básico los primeros tres meses de vida, fue mínimo. Gateó y caminó su infancia junto a sus hermanos entre el polvo y el barro de su humilde casa. Su mejor amigo fue un perro famélico rebosante de pulgas y garrapatas. A duras penas cursó algunos años en la escuela del barrio y, ya en la adolescencia, consideró que debía ganarse algunos pesos para costear su adicción a la pasta base. Su día de “suerte” fue cuando lo reclutaron como “soldado” para cubrir el accionar de los traficantes de drogas del sector. Su gran orgullo, tras un rápido entrenamiento, fue la posesión de un 38 especial que no dudaba en utilizar cuando era necesario. Se sentía importante y respetado por su entorno y hacía gala del dinero que ganaba por su trabajo. Convivió con un par de parejas y sembró algunos hijos de los que se preocupó escasamente.
Un día cualquiera apareció muerto en una esquina, acribillado por una banda rival.
El Johan rió y lloró, copuló y durmió, comió y cagó. Nunca plantó un árbol ni escribió un libro. Hoy, casi nadie lo recuerda.