Y se llamaba Adolfo...



Él soñaba con aquellas circunstancias que lo hacían feliz, dominando pensamientos exiliados del ingenio. Ella, traficaba con el correr enamorado de los tiempos. Dentro de sus fauces, las limitaciones se internaban aprisionando culpas, hacia un feroz exterminio de razas, mientras su dama se erigía en ideales adyacentes a ese esperma. Y sus intrincados sueños invadían el deterioro de otros mundos, como un fiel reflejo del espanto que relucía en las insignias de su pecho, justo cuando sus cuerpos se cruzaron fugazmente en un simulacro de uniformes y de fiestas. Fue acróbata de lo inimaginable, rey trunco de espectros, gladiador de lo cercano, para morir en el destierro de infinitas lenguas, a la vez que ella paralela, pudo fugarse en el refugio de otras sombras. Distantes, sus precarios ojos aún perduran bajo el desfiladero de las tumbas, junto a ese lento crepitar de inocentes, que hoy yacen sin un rostro.

Ana Cecilia.