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Hacía frío. La nieve no dejaba de caer. Y sin embargo, debía buscar a su madre.
Sus mejillas sonrosadas eran lo único que contrastaban con su pálida piel. Y su aliento helado se percibía en el ambiente.
Y pensar que, hace unas horas atrás, estaban viajando juntas hacia un destino incierto.
- ¡Debemos irnos! ¡Pronto! – le había dicho su madre.
La joven solo pudo recoger unas mantas, un bolso con pan y una lámpara. Ni siquiera empacaron como era debido. Aunque ninguna lamentaba dejar sus pocas pertenencias. Y a pesar de ser pobres, con los pocos ahorros que logró juntar su madre en los últimos meses, pudo contratar a un chofer que las sacaría del pueblo con su carro.
El carro tenía forma rectangular, con techo, tirado por dos caballos y con espacio suficiente para albergar a dos personas. Ambas se metieron en él y, ante las indicaciones de la señora, el chofer comenzó su trayecto.
La joven extendió una manta de lana hacia su madre y ambas se cubrieron con ella.
Por un instante, la señora recostó su cabeza por el hombro de su hija y se quedó dormitando. Ella no le cuestionó nada. Tenía muchas preguntas en su mente, pero recién las aclararía cuando llegaran a destino.
Era de noche. El invierno había llegado. Cayeron unos copos de nieve y una niebla hizo que el chofer perdiera la orientación. Detuvo el carro por un momento para ver el estado de las pasajeras.
- ¿Todo bien con las damas? – les preguntó el chofer.
- Sí. Estamos bien. Gracias – le respondió la joven, dado que la madre se quedó dormida.
- La señora no se ve bien – le señaló el chofer.
En efecto, la joven se percató de que el rostro de su madre ardía de fiebre y que respiraba entre jadeos. Con angustia, miró al chofer y le suplicó:
- ¡Llévanos al hospital! ¡Rápido! ¡Por favor!
- Haré lo que pueda, pero no puedo avanzar mucho con esta niebla. El camino hacia el hospital es inhóspito.
- ¡Por favor, señor! ¡Por el amor de Dios, llévanos ahí! ¡Le pagaré lo que sea!
El chofer accedió al pedido de la joven y desvió el camino hacia el hospital.
Sin embargo, otro carro pasó cerca de ellos a toda velocidad y los chocó, provocando un impacto que los lanzó hacia el abismo.
La joven, al despertar, se encontró en la interperie. La gruesa capa de nieve que ya había cubierto por completo el suelo la había salvado del impacto. Pero el chofer no corrió con la misma suerte. Su cabeza dio contra unas rocas, falleciendo al instante.
La desdichada joven fue hasta el carro volcado a buscar a su madre, pero no la encontró. Sacó de ahí la lámpara, la prendió como puso y comenzó a recorrer los alrededores.
El frío le llegaba hasta los huesos. Sus dientes no dejaban de castañear. Si no encontraba refugio pronto, moriría de hipotermia. Aún así, no pensaba rendirse. Su madre era lo único que le quedaba. Y a pesar de ser pobres, siempre se tuvieron la una a la otra. Si algo le pasara, nunca se lo perdonaría y no sabría cómo continuar con su vida.
Escuchó un sonido. Por inercia, fue hacia el origen del mismo. Pero tropezó con un obstáculo que había sido tapado con la nieve y cayó al suelo, rompiendo la lámpara y quedándose en completa oscuridad.
Fue hacia el bulto, dado que el mismo se movía. Empezó a retirar la nieve y encontró a su madre, en estado semiinconsciente. Con cuidado, la sostuvo por la espalda y la levantó, recostándola sobre su regazo. Su madre logró abrir los ojos y le dijo, en voz baja:
- Hija, búscate un refugio. Hace frío.
- No me iré sin ti.
Estuvieron largo rato en silencio, hasta que la nieve dejó de caer. Ambas se vieron rodeadas de una extensa capa de nieve, el cual se podía apreciar su blancura a pesar de la oscuridad. Y, lo más extraordinario, fue que el frío se disipó y el ambiente se volvió agradable.
- Ya llegamos, hija – le afirmó su madre.
Se levantó, se colocó delante de la joven y, con la sonrisa más hermosa que pudo haber realizado en vida, le dijo:
- Yo solo quería que fueses feliz.
Y entonces, la joven lo comprendió todo. Entendió su misterio, su silencio, sus órdenes sin sentido y su viaje sin explicación. Y al comprenderlo todo, rodeó con sus brazos el pequeño cuerpo de su madre, hundió su rostro en el hombro y le susurró:
- Yo también, madre. Yo también.

Texto agregado el 03-12-2016, y leído por 168 visitantes. (0 votos)


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