Leonor nació en La Plata, una verde y húmeda ciudad de la provincia de Buenos Aires, también conocida como la ciudad de los tilos. No se conoce bien la fecha de su nacimiento, pero se podría afirmar que desde mediados de la década del 60, ella se paseaba por las calles de la ciudad. Se dice que era hija de un marinero francés llegado al país en la época de la gran emigración.
Algunos dicen, pero pocos son los que dan fe de este dato, que se llamaba Marcel Schwob y que la niña había nacido cerca del puerto Río Santiago. También los más viejos afirman que pasó su infancia en la ciudad de Berisso. Cuando se escuchan estas historias uno está dispuesto a pensar que los que las cuentan, conocieron a la joven cuando era muy niña. Pero en general, los datos que existen sobre ella no pasan de ser ambiguas versiones, chismes o rumores. Todos ellos difíciles de verificar porque cuando se trata de inquirir dónde, cuándo, en qué momento, el informante empieza a balbucear y termina reconociendo que no tiene ese dato muy en claro, que no puede recordar bien, dejándonos en tinieblas acerca de lo que queríamos saber.
Sin embargo, y a pesar de ese aparente misterio acerca de su origen, ha llegado hasta nosotros la memoria de algunas de sus costumbres las que la presentan como una criatura algo excéntrica. Le gustaba pasear entre árboles de tilo y naranjos, por eso era común que se la encontrara a lo largo de la calle 6, desde la calle 45 hasta la 49 o en cualquier otra que, como la 6, tuviera sus veredas cubiertas con naranjos y tilos. Algo del perfume de naranjos y tilos se había impregnado en su cuerpo o en sus ropas porque cuando se alejaba, dejando atrás esas calles, parecía llevar con ella su aroma.
Sabíamos que nunca usaba calzado y que recorría la ciudad con sus pies desnudos. Este hábito no había logrado deformar sus pies los que siempre se veían agradables, limpios, casi transparentes. No se le conocía otra ropa que un vestido de tela liviana, cuyo borde rozaba sus delgadas e infantiles pantorrillas. Era de color violeta pálido y acompañaba las líneas de su cuerpo suavemente, con delicadeza. Cuando caminaba apurada, cosa que no sucedía con frecuencia, el borde de su vestido se movía dejando asomar una puntilla blanca. Su pelo de color rojizo la identificaba en el lugar que estuviera. Se la podía reconocer a varias cuadras de distancia porque esa mata espesa y larga de cabellos rojos no podía pasar desapercibida en ningún lugar
Todos los que alguna vez se cruzaron con ella coincidían en afirmar que su rostro era muy bello. Pero nadie podía dar precisiones -y si las daban no había coincidencias- sobre los detalles de su cara. Si alguien decía que era por la forma de su nariz pronto se veía desmentido por el que creía que la belleza de su rostro radicaba en su boca. Otro, afirmaba estar casi seguro de que sus ojos bastaban para otorgarle cierto encanto.
No hablaba con nadie y nadie sabía dónde vivía. Además nadie podía jurar que la conocía de pequeña ya que siempre parecía tener catorce o quince años. La edad indefinida, su eterno vestido violeta pálido, sus pies desnudos y su pelo rojizo, le daban el aspecto de haber salido de las páginas de un cuento. Característica esta que la convertía en un ser sumamente amigable. ¿Quién puede temer a los jóvenes de los cuentos de hadas? Los adultos los toman como modelo para sus niños y éstos se identifican fácilmente con ellos.
Hubo varios y continuados intentos de averiguar quién era. Lo intentaba cada nuevo vecino que llegaba a la ciudad y que preguntaba por esa mujer extraña envuelta en un dulce y -a la vez- ácido aroma; trataba de acercársele, de preguntarle por su vida. De ella, sólo se obtuvo su nombre; nada más que su nombre: Leonor. Cuando alguien creía escuchar como respuesta ese nombre concluía que desde ese momento la niña pasaba a ser su amiga, pero otras personas decían que ella no se dirigía a nadie en especial cuando se nombraba a sí misma. Otros, entendían que ella no respondía con su nombre sino que lo pronunciaba porque buscaba a alguien con ese nombre. Algunos vecinos, tal vez más curiosos que otros -o tal vez más audaces-, cuando la veían, sin hacerse notar, decidían seguirla. Todo fue en vano ya que, siempre en algún recodo, en una esquina, ella desaparecía y ya no se la volvía a ver por varias semanas.
Se dice que los días domingo le gustaba pasearse por el Paseo del Bosque y cuando lo hacía, siempre llevaba alrededor de su cabeza una nube de pájaros aleteando sin temor. Gracias a ese hecho, algunas personas dieron en llamarla “la loca de los pájaros”. Cuando el Paseo del Bosque comenzaba a ser visitado por las parejas que salían de misa o los jóvenes que, con mirada atenta- trataban de reconocer entre las muchachas la elegida de sus corazones; cuando llegaban los niños con sus padres o abuelos y el bosque entero se cubría de colores y risas infantiles, ella parecía resplandecer entre los árboles. Pronto llamaba la atención y la multitud se arremolinaba quitándole el aire que respiraba sólo por verla de cerca. Cuentan que jamás ella se molestó ante el inoportuno gesto de curiosidad de las personas; la persecución atrevida, el desenfado en las preguntas acerca de su domicilio, o cualquier otro tipo de averiguación, nunca tuvo otra respuesta que una suave sonrisa o una distraída mirada y luego, el deslizarse armonioso de sus pies la alejaba de cuantos se le acercaban.
Parece que en algún momento de un día cualquiera, sin que nadie pudiera recordar bien cuándo fue, ella se cansó de andar entre la gente, de recorrer las calles de la ciudad de los tilos y se internó en la diagonal que la llevaría a las orillas del río para perderse luego en la selva marginal de Punta Lara. Con el tiempo se fue borrando su recuerdo; primero, el color violeta pálido de su vestido, luego el color rojo de su pelo y -por último- el chasquido de sus pies desnudos contra las piedras. Los que creyeron verla por última vez, por el camino que lleva hacia el río, dicen que iba caminando con una sonrisa en su cara, rodeada por los pájaros, que se le acercaban hasta casi rozarla con sus alas.
Una luz que parecía emanar de su propio cuerpo la acompañó hasta perderse en el fondo de la selva.
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