Mendoza sabe que es Dios pero no lo explota. No sé qué tipo- sin embargo- de rumores están circulando sobre uno; pero el caso es que no recibo comunicación humana de ningún tipo, dios sabe el tiempo.
Me planteo que, seguramente, a Mendoza lo están asediando en estos momentos en los que yo masco la soledad de esta manera tan sorprendentemente realista.
Tal situación es imposible que se fundamente en razones morales.
Mendoza es dios disfrazado, se sabe; pero uno no se resigna a pensar que es, también disfrazado, el mismo demonio, hasta tal punto es sorprendente el aislamiento a que me veo, casi podría decir, sometido.
Tiempo sí tengo para escribir, pero echo en falta ciertas molestias. Todo, se ve, es necesario en esta vida. Necesito un frontón que de alguna manera me devuelva rebotados los pensamientos.
Quizá sea esta la razón que me ha determinado a llegar a la conclusión de que Eduardo Mendoza es dios encarnado. Lo veo con su bigotillo y sus ojillos sonrientes en las solapas de sus novelas y a falta de otros afectos lo elevo a la categoría descrita.
En esta isla desierta que es mi vida tengo un compañero también náufrago que me ayuda con su espíritu a preparar y lanzar, con mensaje dentro, las botellas, desde las solapas, ya digo, de los libros.
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