La señora Ligia Etxeondo, vasca de origen, vive sola desde mucho antes de que todos nosotros llegáramos a establecernos en las adyacencias del Puente de los Muñecos. Ya no queda con vida ninguno de sus antiguos vecinos arrieros, cuyas casas quedaron abandonadas después de la partida.
Las viejas tejas de su pequeña cabaña de tapias se asoman desde lo alto de la montaña y se podrían ver desde casi cualquier punto del valle, a no ser por los árboles que las esconden de la mirada de todos. Árboles que según dicen, plantó ella misma después de que, con sus propias manos, edificó su rústica vivienda a la usanza del Pirineo navarro, de dónde es oriunda. Es la única hija de un albañil llamado Julen Etxeondo de quien heredó, el conocimiento sobre muros de piedra y que murió a los 110 años de un catarro mal curado. También su abuelo Jokin habría sido muy longevo de no haber muerto arrollado por una carreta de bueyes desbocados a la edad de 89 años.
Su madre Nekane, murió en el parto de su única hija, historia que también padeció su abuela Josune cuando dio a luz a Julen. De modo que la historia de los Etxeondo era la vida de padres viudos solitarios que amaron tanto a sus esposas, que jamás volvieron a casarse.
Ligia llegó al puerto de la Guaira en el año de 1937 pocos meses antes de la muerte del general Juan Vicente Gómez, viajando de polizonte en un barco italiano a la edad de 20 años, por lo que, está a punto de cumplir los 100. Salió de España buscando olvidar la muerte de su joven esposo, quien murió de una galopante tuberculosis estando aún recién casados y sin hijos. Tampoco volvió a casarse.
El médico Juan Guevara sube a la cabaña de la señora Ligia una vez por mes, para saber de la salud de la anciana. Casi siempre pasa la noche allá y regresa a la mañana siguiente. La señora Ligia siempre le da de cenar y le ofrece un viejo catre de cuero que está en una estrecha buhardilla sobre el gallinero.
Después de cenar, acostumbran hablar de algún tema relativo al pasado de Ligia, quien gustosa relata los cuentos de su infancia y juventud. El doctor Guevara estaba sorprendido por la extraordinaria salud de su paciente, tan es así, que sus visitas a la montaña tenían que ver también con la curiosidad científica del doctor acerca de las causas de la misma y solo dos cosas le llamaban la atención al doctor cuando la espiaba en secreto por entre una rendija del piso de madera de la buhardilla durante un ritual muy personal que hacia todas las noches la señora Ligia al calor del fogón de leña de la cocina justo antes de irse a dormir a su alcoba. La señora Ligia rezaba una especie de incomprensible mantra cuyo repetitivo conteo llevaba con la ayuda de un viejo rosario, Posteriormente iba al baño y regresaba con una tacita de peltre a la cual añadía una tapita de aguardiente de una botella con aliños de hinojo y díctamo real.
Una mañana le preguntó antes de partir:
-Señora Ligia ¿Qué es eso que reza usted toda las noches con el Rosario?
y ella le respondió:
-Son los nombres de mi abuelo y de mi padre seguidos del nombre de Matusalén. Así : Jokin, Julen, Matusalén, amen. Jokin, Julen, Matusalén, amen,… y así hasta completar cincuenta veces. Todas las noches. Eso lo hacían mi padre Julen y mi abuelo Jokin con los nombres de sus respectivos padres y abuelos también. Él decía que a la larga, eso nos ayudaba a convencer a nuestro cuerpo a vivir muchos años.
-¿Y qué es lo que bebe de la tacita de peltre? Preguntó después el curioso doctor.
-¡Ay! ¡Qué vergüenza doctor! No lo va a creer. Eso también era una costumbre de papá que yo, en su honor, repito todas las noches. El estaba convencido de que si no sabíamos a qué sabe nuestra orina, nuestro cuerpo tampoco sabe si esta trabajando bien o no. Así que yo tomo todas las noches unas gotas de orina acompañado de aguardiente para pasar la amargura. |