A la altura de la calle Ebro ella le ordenó detener el coche. Él, rendido, lo detuvo con un frenazo sonoro y la vio huir rápidamente hasta desaparecer de su vista por un estrecho callejón.
Las nubes negruzcas estaban preñadas y pronto comenzaron a transformarse en gruesas gotas de agua que hicieron caer a varios gorriones insensatos. Las copas de los árboles se agitaban en todas direcciones con una velocidad de vértigo. Parecían querer divorciarse de sus troncos e iniciar una vida independiente.
Los vehículos comenzaron a encender sus faros.
Sus gafas se empañaron hasta el punto de impedirle ver. Aparcó en el estrecho arcén y comenzó a llorar.