Eran amigos de colegio. Carlos alto, fuerte, guapo…Íñigo contrahecho, con una bota derecha perenne de cinco centímetros de suela para compensar la longitud de sus piernas y una inclinación patológica del tronco hacia la izquierda.Lo que se dice un “árbol torcido”. En fin, el día y la noche, si es que hay que atribuirle cualidades positivas a la luz y deméritos a la oscuridad. En caso contrario, lo opuesto. Creo que me explico.

Cuando se encontraban a la altura de los Almacenes Sánchez vislumbraron, torciendo la esquina, a Julia. Con su melena rubia, ojos azules, sonrisa abierta, piernas torneadas… ,si es que esas características son indicios de belleza superlativa. En caso contrario, lo opuesto. Me explico o, al menos, lo intento.

Durante el encuentro, brevísimo, Íñigo dirigió sus ojos hacia el suelo. Las venas del cuello comenzaron a latirle, como “los pulsos”, que diría mi abuela, y una extraña sensación le subió por las vísceras desembocando en la tráquea, lo que le impedía respirar hasta el punto del desvanecimiento.

Se despidieron. Sólo Carlos y el propio Íñigo fueron conscientes de lo que a este último le sucedió. Reanudaron el paseo en silencio.

Julia continuó mirando escaparates. Ausente, ajena, lejana.