Mientras degustó la taza de té caliente, el avión de grandes proporciones surca los cielos capitalinos. Su estrépito es mayúsculo, cual si mil orquestas hicieran sonar sus trombones en un espectáculo apoteósico.
Mientras le doy un largo sorbo al exquisito té, no puedo sino estremecerme al recordar un sinnúmero de pesadillas que he tenido y en donde enloquecidas naves de toda clase se precipitan a tierra con un estruendo de dragón herido. Surgen repetidamente y eso lo atribuyo a que siento una morbosa fascinación por los accidentes aéreos. Claro, no quisiera estar allí, ni que ninguno de los míos fuese tripulante o pasajero de tal estropicio, pero es algo que me atrapa y me quedo pegado contemplando esos videos que muestran a las naves dislocándose entre las nubes para dirigirse luego a su propio holocausto.
El té incentiva mi imaginación, veo rostros desencajados, gente que pierde la cordura, alaridos de los que saben que van a la perdición, siendo que ellos eligieron su propia suerte, al embarcarse en dicha nave y no en la que le antecedía. Salud por todas aquellas víctimas.
La noche está estrellada y una fresca brisa me entona el alma, atisbo el fondo de mi taza y no distingo ninguna figura en la turbiedad café rojizo del líquido que bebo. Ninguna agorera podría presagiar mi destino en esa agua colorida.
La enorme nave ya ha abandonado los cielos citadinos y enfila hacia el norte. Miles de imágenes catastróficas vuelven a enquistarse en mi mente y bueno, siento hasta placer de que ellas siempre estén rondando mi cabeza.
Mi compañero duerme profundamente, es hora de transformar mis pesadillas en algo concreto. Como comandante de la nave Cóndor Universal, he roto los comandos con un instrumento y la enorme nave ha cambiado su rumbo, hace un trompo y va directo a tierra para sepultar por fin todas mis pesadillas. La taza de té, por de pronto, se ha hecho añicos en el piso.
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