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No hubiera sabido decir por qué, pero, nada más llegar a su meta y ver la blanca cabina telefónica, el joven Akira tuvo la seguridad de que su viaje no habría sido en vano. Lo que no podía ni remotamente imaginar es que fuera a pasar lo que pasó.

Obviamente, no pensaba que a través de aquel extraño “teléfono del viento”, que tan famoso se había hecho en la Prefectura de Iwate, fuera a conectarse con su madre, ni con el espíritu de su madre, ni con nada parecido. Su madre, estaba seguro, había sido una más de las miles de víctimas del horrible terremoto y del no menos horrible tsunami que vino a continuación. Intentar comunicarse con ella era simplemente absurdo. Sus vagas creencias sintoístas, por otra parte, le llevaban a confiar en la existencia de un sustrato inmaterial que sobrevive a la muerte física de las personas, pero intentar acceder al mismo a través de un teléfono sin conexión ubicado en medio de un jardín destartalado le parecía ridículo.

¿Qué le había llevado entonces a emprender aquella peregrinación entre Yamada, la ciudad donde vivía, y Otsuchi, la ciudad donde ahora se encontraba? ¿Qué le había llevado a caminar durante dos días enteros bajo un intenso frío que se le metía hasta los huesos? ¿Qué le había llevado a atravesar aquel paisaje de tristeza y desolación, en el que toda armonía estaba ausente y en el que no había nada donde la vista pudiera recrearse, sino tan sólo amasijos de piedras, plásticos y hierros, y desvencijadas casas arrancadas de su lugar? Con aquel viaje, Akira quería expiar la culpa por los enfrentamientos con su madre de los últimos tiempos, culpa que le pesaba como una losa por el gran amor que siempre le había tenido…, y que le seguía teniendo. Asimismo, creía que, aunque nadie le oyera al otro lado de la línea, el simple hecho de poder dar rienda suelta a todos los sentimientos que se agolpaban en su corazón - rabia, dolor, pena, añoranza, melancolía- le ayudaría a superar el estado depresivo en que se encontraba.

Akira entró en la cabina y vio un teléfono antiguo, de los de dial giratorio, y un cuaderno de espiral con un bolígrafo al lado. No se había planteado que existiera esa otra posibilidad: “escribirle” a su madre. Supuso que esa alternativa estaba pensada para quienes no consideraban apropiado “hablar” con sus familiares fallecidos. Al fin y al cabo, pensó, cuando hablamos nuestro interlocutor casi siempre está presente, pero, cuando escribimos casi nunca lo está, y ni si siquiera sabemos cuándo leerá lo escrito. Finalmente, tras pensarlo un buen rato, tomó el bolígrafo y, mientras se le humedecían los ojos y alguna que otra lágrima caía sobre el cuaderno, escribió: “Mamá, te quiero. Espero volver a verte”. Era suficiente. Esas pocas palabras resumían todo su amor y todo su desgarro. Antes de marcharse, viendo que no había nadie esperando para entrar en la cabina, decidió leer los mensajes anteriores. Eran conmovedores, pero, curiosamente, conforme los iba leyendo, su propia pena, en lugar de aumentar, disminuía poco a poco. Entonces llegó lo inesperado, lo imposible: uno de los mensajes era de su madre. Estaba fechado sólo dos días antes. ¡Estaba viva! No sabía dónde, ni en qué condiciones, pero estaba viva. Tenía que localizarla. Siguió hojeando el cuaderno y encontró otras tres anotaciones suyas. Eran muy tristes. En ellas mostraba un enorme desconsuelo por la pérdida de su hijo, por la pérdida de Akira. Observó que las cuatro anotaciones estaban escritas a intervalos irregulares, lo que hacía imposible saber cuándo escribiría la siguiente…si es que lo hacía.

Akira confiaba en que su madre regresaría tarde o temprano, por lo que decidió esperarla todo el tiempo que fuera necesario. Se dirigió a la casa que había en el interior del jardín. Al poco de llamar, salió su propietario, Itaru. Era un señor amable, de unos setenta o setenta y cinco años, ya jubilado, que empleaba su tiempo en tareas de jardinería. Akira le pidió permiso para pasar la noche en uno de los bancos de madera que había al lado de la cabina. Itaru no sólo le dio su autorización, sino que le suministró un par de mantas para que se abrigara. El día siguiente, Akira no quitó ojo a los cientos de personas que llegaron hasta el “teléfono del viento”. Su madre no se encontraba entre ellas. Todas las mañanas, a primera hora, poco antes de que comenzara la ola de peregrinos, Itaru le llevaba para desayunar un cuenco con sopa de miso y otro con un poco de arroz blanco.

Al cabo de un tiempo, los dos hombres se hicieron amigos. Akira le contó a Itaru lo mucho que echaba de menos a su madre. También le dijo que, si contaba con su permiso, no se movería de donde estaba hasta no volver a verla. Itaru, que vivía solo, tenía sus propias penas. Un día le contó a Akira que había construido el “teléfono del viento” para su propio uso, para consolarse por la muerte de un primo suyo a quien quería mucho, pero que, después de la tragedia que asoló el país, sintió la necesidad de compartirlo con todas las víctimas. Con el paso del tiempo, el teléfono se hizo popular. De todos los pueblos de la comarca, acudían hombres y mujeres para hablar con sus seres queridos y decirles aquello que no habían podido o sabido decirles cuando vivían.

Itaru no tardó en invitar a Akira a vivir a su casa. Le instaló en el dormitorio de su primo muerto. Las tres comidas del día las hacían juntos, en una humilde habitación decorada con flores de cerezo. Entonces, mientras estaban en casa, Itaru mantenía cerradas las verjas del jardín, previniendo así la posibilidad de que llegara la madre de Akira y su hijo no la viera. Akira se sentía abrumado por tanta generosidad. No sabía si alguna vez podría pagarle a su amigo todo lo que hacía por él.

Pasaron casi dos meses de infructuosa espera. Una mañana, al poco de llegar al banco de madera, Akira se quedó dormido. Unos copos de nieve (la primera nieve de la temporada) le sacaron de su letargo. Se incorporó con rapidez. Se restregó los ojos una y otra vez, pero no lograba salir de dudas. ¿Todavía estaba durmiendo? ¿Había despertado ya? Si estaba durmiendo, aquel era, sin dudas, el mejor sueño que había tenido nunca. Pero no, no estaba durmiendo, estaba despierto, aunque aquello seguía siendo un sueño, el mejor de los sueños. Su madre se acercaba con paso firme. Él fue corriendo hacia ella. Su madre le vio y le reconoció de inmediato. Ella fue corriendo hacia él. Se fundieron en un eterno abrazo.

Su madre le contó que los monjes del santuario de Otsuchi le habían dado albergue después del tsunami. Aquel santuario, a escasos diez minutos de donde se encontraban, había salido milagrosamente indemne del desastre.

Akira entró en la casa a despedirse de Itaru.

- Hola Itaru. Mi madre ha vuelto. Hoy es un día de inmensa felicidad para mí. ¿Cómo podré recompensarte por todo lo que has hecho? Tu compañía y tu amistad han sido providenciales. Han sido mi única luz en estos días sin luz. Sólo tengo palabras de cariño hacia ti. Te guardaré el mejor de los recuerdos.

Itaru le miró fijamente y le dijo:

- Me dijiste que no te quedaba familia en Yamada. Y que tu casa quedó destrozada. Yo no quiero esas palabras de cariño que me das ni esos recuerdos que me prometes. ¿Por qué no te quedas a vivir conmigo? Tú y tu madre. ¿Por qué no os quedáis a vivir conmigo? Yo podría ser tu abuelo. En realidad, no estoy deseando otra cosa.

Akira estaba encantado. Interrogó a su madre con la mirada. Ella sonrió y dijo:

- Supongo que me daréis un tiempo para despedirme de mis monjes. Hoy empieza una nueva vida para los tres.

Texto agregado el 13-11-2016, y leído por 236 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-11-2016 Y así comenzó en ese dia 'el primero del resto de su vida' y con su madre al lado ¡Cómo lo envidio! Interesante historia. za-lac-fay33
 
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