21/04/2016
LORETO
Aquella elegante mujer de finos tacones y falda de tubo, se bajo las bragas y en cuclillas orinó sobre una maravillosa alfombra persa. Al poco, con el rostro hierático y movimientos cuasi automáticos, se recompuso dirigiéndose al dormitorio. Repitió la operación con ligeros signos de esfuerzo, ya no quedaba mucho líquido en la vejiga y debía repartirlo entre las dos afganas que reposaban a sendos lados de la cama.
Se atusó el pelo y se dirigió a la cocina, los tacones sonaban rotundos en el silencio de la casa. Abrió el cajón de debajo del fregadero y con suma delicadeza para no estropear las uñas perfectamente lacadas en rojo, desenroscó el tape de la lejía y taconeó hasta la florida terraza. Miró el paisaje, respiro profundo y procedió a regar con el caustico líquido, todas y cada una de las macetas, parterres y jardineras que allí lucían.
Una vez finalizada con naturalidad la tarea, volvió sobre sus pasos, enroscó el tapón y lo colocó en el mismo lugar de donde procedía. Se lavó las manos bajo el grifo de la cocina y se aproximó al frigorífico; extrajo una botella de champagne y una copa de cristal, lentamente la llenó. De seguido con ese extraño mutismo doméstico, desenvolvió un paquete que contenía marisco. Peló meticulosamente unas gambas alternado con pequeños sorbos de la copa, sin sentarse, sus ojos irradiaban frialdad, parsimonia y profesionalidad. Cuando se sació, se acercó al ventanal del salón, se remangó la falda encaramándose a una silla. Una vez allí, con gran pericia, siguiendo un personal y escrupuloso plan, descolgó las cortinas, retiró la tela y las piezas de los extremos y se quedó con el riel hueco y aplanado que la soportaba. Se acercó de nuevo a la cocina, lentamente procedió a rellenar el tubo con cabezas, cáscaras y restos del festín, lo devolvió a su sitio original y recompuso la escena.
Apuró la copa de champagne, miró alrededor y se dirigió de nuevo al salón, fijando la mirada en la segunda alfombra inmaculada, dudo, pero en ese último instante, con un gesto displicente, volvió a arremangarse la falda, acuclillándose y vaciándose en ella.
Contoneándose, cogió un pequeño manojo de llaves del bolso y las depositó en el bureau de la entrada, dando un último paso seguido de un gran portazo.
Solo una palabra: ¡CABRÓN!
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