Aquella película estaba narrando cabalmente mi vida. Los mismos episodios amorosos y las mismas frustraciones. Al principio me resultó curioso el hecho, pero pasados los primeros instantes no pude por menos que empezar a removerme en la propia butaca por ver si aquello era o no una tomadura de pelo. Pero lo que más me fastidiaba era que el personal espectador se estuviese desternillando de la risa. Abandoné la sala con sensación de manía persecutoria mirando por todos los rincones al volver las esquinas, con la sospecha de que aquello estaba preparado. Era un sábado de invierno por la noche. La última actividad pública, hasta el día siguiente, en el pueblo, había sido la del cinematógrafo.Todos nos habíamos recogido en un tácito cada mochuelo a su olivo. Me arrojé en los brazos de Morfeo no sin antes mirar debajo de la solitaria cama sin poder obviar aquella sensación de angustia. Había entrado en la casa esperando que al abrir la puerta y encender la luz me esperaran con el consabido: sorpresa. Pero, por otra parte, era difícil congeniar, para un pobre anónimo como uno, aquella gran inversión hollywoodiense por tan magro resultado de desternillarse de mí de la risa . Hubieron de pasar unos cuantos días para quitarme la sensación de show de Truman que me invadía. Comprobé que todo seguía aburridamente igual en la población y que la peripecia de aquel personaje cinematográfico y su coincidencia con los avatares de mi vida propia no obedecía más que a la casualidad.
Hasta que otro día la pude ver tranquilamente por la tele. Y allí estaba, en los propios créditos, la explicación de la coincidencia. Según historia de... Y daba su nombre.
Y es que hay que tener mucho cuidado con las novias guionistas.