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-¿Por qué te sonrojas siempre que menciono a esa mujer?-preguntó irónica mi madre.
Mi padre no supo que contestar y nosotros sonreímos maliciosamente. Mis hermanas se miraron entre ellas con un aire de complicidad, lo que embarulló más a mi padre.

En realidad, la vecina del frente de nuestra casa era una mujer realmente atractiva, de buen porte, ojos de un color azul eléctrico tirado a violáceo que le otorgaban un parecido sorprendente a la bellísima Elizabeth Taylor.
El matrimonio aquel, compuesto por la buenamoza, un marido que poco se veía en la casa, dos muchachos y dos hijas, todos muy liberales, considerando que la madre salía de la casa a media tarde y no se le veía la nariz hasta pasada la media noche. Esto era poco usual en las demás mujeres de esa época, que se recogían muy temprano, llevando su parvada de chicos a la cama. Las hijas de la vecina, muy por el contrario, flirteaban con diferentes muchachos y los hijos salían a menudo y poco se veían en la casa. No es que estuviéramos preocupados de sus vidas, pero como había una vecina que sí lo estaba y siendo ella muy observadora del devenir de la cuadra, sin querer nosotros saberlo, ella tomaba un aliento largo para informarle a mi madre de las novedades surgidas en el día a día. Y por supuesto que salía a relucir la mentada vecina, de la que comenzaron a tejerse una cantidad de historias que no cabrían en este espacio.

-Mi esposo la vio por Mapocho e iba bien acaramelada al lado de un tipo que no era su esposo.
-Tan buena que es para salir la vecina. Y tan empingorotada que se la ve siempre. Si parece que todos los días tiene fiesta.
-Y su esposo que nunca se ve en la casa. Para mí que es matutero, porque buenas prendas que sacan todos.

Mi madre como que sentía pudor de escuchar tanto pelambre, pero era imposible evitar a la Elianita, que, al parecer, su única función era controlar los movimientos de todos los vecinos y las idas y venidas de cada cual.

-Así mismo nos debe pelar a nosotros- comentaba en voz baja mi madre y nosotros nos enfurruñábamos al sólo imaginar que pudiésemos estar a expensas de la ponzoñosa imaginación de la Elianita.

Por mi parte, yo contemplaba tras los visillos a la mayor de las hijas, una bien desarrollada muchacha, de muy proporcionadas medidas. Como ella me superaba en edad, ni se me pasaba por la cabeza tener algún acercamiento con ella y sólo aguardaba a que llegara ese momento sublime en que ella se agachaba para dejar a la vista la mitad de un par de opulentos pechos. Yo no podía aspirar a más y me excitaba como sólo puede hacerlo un muchachuelo de trece años. Pero me delataba sólo y me sonrojaba, igual como lo hacía mi padre- vaya yo a saber por qué fantasías suyas- cuando se escuchaba en la radio el tema “La Vecina”, ya que mis hermanas, tan capciosas como nuestra madre, comenzaban a burlarse de mí.

Nunca supimos cuál era el motivo de las diarias salidas de la vecina, aunque se conjeturaba que se ganaba la vida compartiendo con hombres que luego la invitaban a la cama.

No puedo jurar que así fuera, pero una tarde calurosa, ella se mostró frente a su ventana y con la cortina corrida, en paños menores. Como yo estaba precisamente en la mía, tocó la casualidad que me topé de pronto con ese espectáculo que ya era demasiado para mí. No le conté nunca a nadie de esto y lo guardé como un secreto que sólo ahora divulgo.

Mala suerte tuvo la menor de las hermanas, ya que de la relación con uno de sus novios nacieron dos hijos. El muchachón era como el matón del barrio y siempre andaba acompañado de varios amigotes. Una noche en que llovía a cántaros, salió sólo a comprar cigarrillos a la esquina y allí fue cuando le cobraron varias y un puñal se quedó vibrando sobre su pecho sanguinolento. Viuda sin siquiera cumplir los quince años, sus padres se la llevaron a vivir con una tía y así desapareció del escenario de nuestras vidas.

Años después, supimos de la muerte de la mujer. Había sido atropellada por un auto que emprendió la fuga. Ellos ya no vivían en la villa así que fue la Elianita la que nos contó de la triste noticia. Fue la misma vecina lengua larga la que nos contó de la muerte de la Gildita, la chica que me tenía loco. Si bien nunca conversamos siquiera, sentí que algo en mí se había roto y vaya uno a saber si fue un extraño amor de adolescente que se desangraba o fue un sentimiento inexplicable que sólo se puede interpretar con los códigos que justifican la existencia de un muchacho de quince lejanos años.

















Texto agregado el 09-11-2016, y leído por 317 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-11-2016 Historias de barrio, sal de la vida carmen-valdes
 
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