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La mañana se siente más caliente que otros días. Otra vez me quedé dormido. Hay días en los que me entra un insomnio canijo y termino conciliando el sueño hasta las cuatro de la mañana. Y esos días son en los que el puto timbre del despertador no me despierta.

Me pongo lo que encuentro; el pantalón sucio de ayer y una playera blanca. El cuarto es un tiradero. Sucio y reducido. Agobiante. Caluroso.

Entro al baño a mear y mientras meo miro mi cara en el espejo que cuelga justo arriba de la tasa. Mi cara es la de un viejo. Una barba canosa y la piel reseca. Apenas tengo treinta años. Me lo sacudo mientras sigo pensando en lo mal que me veo.

Me sirvo un vaso de leche. Saco de la panera un pedazo de pan. Como con prisa, casi atragantándome. Me lo paso con unos tragos de leche. Lo dejo todo a medias. Hay mitades de vasos y de panes por todos lados. Salgo de la casa a toda prisa, pensando en la cagada que me daría el supervisor si llegara nuevamente tarde. Hecho a correr hasta la parada del camión e increíblemente casi en cuanto llego frena frente a mí. Es el camión que quiero. Unos segundos más y no lo alcanzo. Me asusta un poco que las cosas me salgan bien. No pasa a menudo. Algo de suerte para mi hoy verdad cabrón, pienso dirigiéndome a dios.

A esa hora de la mañana aún quedan asientos desocupados. Me siento en uno y me acomodo porque el viaje es algo largo y con tantas paradas se hace una eternidad. Me quedo medio dormido y me despierto de putazo cada que siento que la cabeza se me cae o cuando pasamos uno de los tantos baches o topes de la ciudad.

Nada nuevo. Las mismas caras familiares. La misma cotidianidad. El mismo intercambio de miradas amables, patéticas, sonrisas ridículas. Nuca pasa de eso. Nunca intercambio palabras con nadie. Hay personas que veo en esta misma ruta desde hace unos cinco años. No me importa. De todos modos sé que ellos tampoco quieren hablar. La gente por alguna razón me evita. Algo debo tener.

Ya un poco más despierto hago un recuento de las personas que se detuvieron ayer. En un día tranquilo cobro unos cien peajes. Pero sólo recuerdo a unas cuantas personas. Las más interesantes.

Dos años atrás se paró un malibú algo traqueteado, de modelo pasado. El conductor abrió la ventana y tras examinar mi cara unos segundos me preguntó si era yo. Sí, soy yo, contesté. No recordaba haberlo visto en mi vida. El sujeto estaba de lo más feliz. Me dijo su nombre y lo recordé. Éramos compañeros en la secundaria. Un día, en la fiesta de la puta del salón, el cabrón me trono un trapo húmedo en el ojo. Estaba mirando un cuadro como idiotizado. Al ver cómo miraba el cuadro me acerqué. Era un cuadro muy corriente. Tras unos segundos, y sin percatarme por la poca luz, sentí el golpe en la cara. No pude abrir el ojo en un buen rato. Cuando el dolor se calmó un poco me di cuenta que se cagaba de risa. Le propiné un puñetazo en el cachete, muy débil, casi sin querer pegarle. El me tundió a golpes. No hice nada, apenas metí las manos. Tenía fama de pandillero y temí la represalia. Nunca volvimos a hablarnos. No lo vi hasta el día que paró frente a mí con su malibú viejo. Con su jeta de idiota me presentó a toda su familia. Agradecí que el coche de atrás pitara como desquiciado. Deseé que se volcara y que sus hijos murieran quemados.

He visto de todo. Pervertidos que van con el pito erecto de fuera. Mujeres mamando a los conductores mientras éstos pagan. Cabrones que intentan pasarse sin pagar. Hijitos de papi que te avientan el dinero. Qué pretende esta gente. Están enfermos. Son basura.

He visto también a gente que protesta y toma las casetas. Dejan pasar a los coches sin pagar. Me da gusto cuando pasa porque estos hijos de puta nos pagan una miseria y no está mal que pierdan un poco de vez en cuando. Ellos no se chingan ocho, diez horas al día. Ellos no viven en un cuarto de quinientos pesos, ni caminan dos kilómetros para tomar un puto pesero. Trabajan en oficinas con aire acondicionado y una vieja de buen culo que les prepara el café. Supongo.

Nuevamente el sopor. Consecuencia del desvelo. El camino sigue recto y yo me concentro en la línea de en medio. Apenas se percibe su discontinuidad por la velocidad. Entre el sueño y la línea me llegan recuerdos. Recuerdos de cuando estuve casado. No funcionó. No podíamos dormir juntos. Era una bruta. Me pateaba y me empujaba hasta la orilla de la cama. No lo aguanté. En ese tiempo trabajaba en un taller mecánico, pero después de que se inundó por una lluvia torrencial el dueño decidió cerrarlo. Había perdido mucho dinero en material.

Ahora trabajo cobrando peaje en una caseta de la autopista del sol. La del tramo Chilpancingo-Acapulco. Todos los días me levanto antes de la seis de la mañana. Cojo el camión hasta la oficina de la empresa que tiene la concesión. Checo mi entrada y voy a que el supervisor me cague como siempre, por cualquier cosa. De ahí nos llevan a mí y a los otros en un coche hasta la caseta para hacer el cambio de turno. En la tarde regresan por nosotros y nos llevan nuevamente a la oficina. Así durante cinco años. El tedio hecho realidad. Un fastidio de trabajo. No hago nada más.

El camino sigue su curso y yo sé algo que las otras personas no. Pronto tendremos un accidente. Nos volcaremos y muchos morirán. Lo sé porque yo mismo aflojé los birlos de las llantas de este camión. Un plan que maquiné desde hace mucho tiempo. No tiene caso explicarlo. Fue sencillo.

No me siento mal por estas personas. Les hago un favor. Sus vidas son miserables, aburridas, puedo verlo en sus caras. Las personas que se paran a las seis de la mañana a tomar un camión deben tener vidas de mierda.

Pasa algún rato. El paisaje es agreste. Estamos a punto de entrar en la vía rápida. Pronto será.

Lo veo venir. Siento un ligero temblor bajo mis pies. Unos segundos después una llanta sale volando y el chofer frena a fondo por inercia. La peor decisión. Pierde el control. El camión empieza a dar giros de trecientos sesenta grados para después volcarse. Ahora todos somos amigos. Nos tocamos. Rozamos nuestros cuerpos. Es un carnaval. Soy feliz por un instante. Ahora siento que mi cabeza se estrella contra un cristal. El golpe es brutal. Escucho el hueso romperse y el crujido de los cristales. Es como una presión que se libera en mi cabeza. Salgo disparado a un costado de la vía. Pierdo el conocimiento. Ahora muero. Está bien. No iré más a ese pinche trabajo. Soy libre.

Texto agregado el 09-11-2016, y leído por 114 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-11-2016 pero a lo mejor te condenan a trabajos forzados yosoyasi
 
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