El Domingo pasado estuvimos con Edith en New York, de visita en casa de Rosalba, mi primer cuñada y pasamos una tarde espléndida de evocaciones, juegos, fotos y añoranzas, matizadas con un licor de frutas exóticas y brandy. En Ia noche al regreso hacia nuestra casa por un error tIpico en mí, equivoqué Ia ruta e hicimos un Iargo viaje que me sirvió para meditar sobre una frase de Ia conversación de Ia tarde, que solté quizás mas motivado por el licor que por autentica, y que me quedó martillando en Ia mente. «Yo hoy me podría morir tranquilo, después de haber vivido lo que he vivido». No era cierto. 0 por lo menos no del todo, pues si bien se aproxima mucho a Ia realidad actual de mi vida, no podia dejar de contrastarla todo el tiempo con otra, recientemente leída en el libro de las memorias de Gabo, Vivir para contarla «Si puedes vivir sin escribir, no escribas». Se cruzaron por mi mente muchos recuerdos, siempre tenuemente alumbrados por la Iuz de Vivir para contarla, y de esa frase que no dejaba de retumbarme permanentemente en Ia conciencia.
Buscando justificaciones, me fuí al pasado tratando de encontrar orígenes que me mostraran a los cincuenta años cumplidos, por qué razón no he escrito nada en toda mi vida, si durante ella no he hecho otra cosa que escribir. Cuando tenía siete años, en unas de las rutinarias vacaciones de fin de año a Girardot, mi tia Lucilita me regaló una hoja de papel en blanco para dibujar. En lugar de ponerme a dibujar, para lo que nunca tuve mucha disposición, decidí que Ia utilizaria para comenzar un diarlo. Doblé Ia hoja en cuatro partes y cuando me disponía a comenzar a escribir, se me ocurrió que no debía comenzar en el presente sino un poco mas atrás y así lo hice, «Nací el seis de diciembre de 1.952.... » y me quedé pensando que era demasiado atrás y que no recordaba casi nada que pudiera mencionar después de ese inspirado comienzo y que ademas una sola hoja no me aIcanzaría para mucho y mejor desistí sin saber en ese momento que lo que pretendía escribir no tenía el perfil de un diario, sino de unas memorias, a los siete años de edad. A los diez años, llegué una mañana a sentarme en mi pupitre bipersonal del coleglo y le entregué a mi cornpañero de banca, un par de versos que había escrito Ia noche anterior, para que los leyera como primer crItico implícito y su único comentario fue: «En un poema no se puede citar el pronombre personal yo, para referirse a uno mismo». El año siguiente, durante una larga y dolorosa convalecencia de mi mama, después de una operación de cancer, comencé a escribir lo que sería el primer intento de un cuento siempre inconcluso, que narraba mi amistad con un niño de Ia calle, un gaminsito y del que en esa ocasión fué crítico mi hermario Mauro. «Si quieres enterarte mas de Ia vida de los niños de Ia calle, lee este libro» y me entregó un grueso ejemplar del que ni siquiera recuerdo el título y que obviamente nunca leí. A los doce años, a instancias de mí profesor de Castellano, Jorge Hernandez Dorado, quien siempre se empecinaba en recalcarnos por una razón que nunca acabé de entender, que Ia materia no se debía Ilamar Castellano sino Español, escribí mi primer y hasta hoy único cuento completo de dos páginas, para ser leido en el Centro Literario que el profesor había formado. Era Ia historia de un campesino llamado Juan, que ganó una competencia para sembrar más rápido, mediante un artificio que él se habIa ideado. Conversando un día con el compañero de clase de Mauro, Jorge Murillo, me pidió si le podia conseguir algún aporte literario entre los compañeros de mi clase, para un periódico mural que él dirigia. Yo le dije que tenIa el cuento que habia escrito para leer en el Centro Literario y él me dijo que lo publicaría. La víspera de que el periódico se publicara me dijo que ya lo había transcrito a máquina, pero que le había tenido que hacer tantas correcciones, que se podia firmar como autor Jorge Murillo en lugar de Guillermo Carvajal. Fue así como se publicó mi primer y único cuento completo.
El mismo año y a instancias del mismo profesor, escribi un poema dedicado a Ia madre, que solo fue leído y corregido algunos años después por Mauro, pues tenía un tinte, según sus propias palabras, «muy tragico» pues hablaba de Ia muerte de ella.
Desde entonces comencé a escribir fundamentalmente de mis depresivas emociones en cuadernos hoy perdidos en el tiempo, a manera de diarios que trataban de plasmar las emociones primero de un niño y posteriormente de un adolescente. En esos cuadernos se escribieron mis sensaciones de Ia vida y mi despertar al amor, como elementos básicos y siempre eran escritos de manera reflexiva, de mi para mi, y siempre cargados de una gran dosis de autocrítica, no en el sentido literarlo, sino en el de vivencias.
Toda Ia vida supe siempre que tenía que escribir, pero como se los dije en varias ocasiones a mis amigos en Ia época de Ia universidad, todas las ideas que quisiera expresar están revueltas, como metidas en una bolsa negra en Ia que mi mano se sumerge y les da vueltas y las toca, siempre al azar, pero sin nunca poderles poner orden.
En el año 7O, Ia televisión mexicana producía un programa que se Ilamaba Encuantro, en el que se debatían temas politicos y culturales de actualidad en cuatro programas mensuales de dos horas cada uno. Hubo una edición en Ia que el tema fue La Novela Iberoamericana, con cuatro ilustres escritores como panelistas, de los que recuerdo a Carlos Fuentes y Mario Vargas Liosa. En ese programa escuché criterios individuales como que Don Quijote de la Mancha, Cien años de Soledad o Rayuela, eran las mejores manifestaciones de Ia literatura Iberoamericana. Pero en el último programa, La última pregunta del conductor fue: «Qué concejo le puede dar cada uno de los panelistas, a los escritores jóvenes que se están iniciando en esta difIcli tarea» y Ia última respuesta fue Ia de Vargas Liosa, después de escuchar atentamente cada uno de los tres concejos de sus copanelistas, entre los que se indicaron técnicas, ejercicios y lecturas. La respuesta fue corta y sencilla: «Lo único que yo les puedo decir, es que hagan lo que les de La gana». Ese fue un dardo certero a mi corazón. En esa misma época comencé el borrador de una parte de la historia de mi vida, matizada per hechos reales y fantasiosos y en una ocasión llegó ese borrador a manes de mi amigo Oscar Hurtado. El lo leyó con avides y me hizo un comentarlo estimulante para que siguiera adelante. «Yo he leído mucha basura en mi trabajo y esto es diferente».
Desde entonces solo he escrito cartas. Cartas para los demás pero fundamentalmente para mi. La mayoría las conserve y muchas de ellas hablan de mi frustración de nunca haberme autorizado a escribir pero también de nunca haber perdido Ia esperanza de hacerlo. Esa esperanza que me ha Ilevado a lo largo de los años a conservar Ia mayoria de mis apuntes y cada día seguir perfilando mejor Ia idea y de tratar de tener a Ia mano una máquina de escribir o un computador, siempre con el pretexto de que me es útil para otras cosas, pero con la tímida esperanza de que es Ia herramienta necesaria para poder dejar salir todo esto que llevo aquí dentro, que no me permite vivir tranquilo e intentar encontrar el equilibrio entre el pánico y la alucinación de escribir.
Ansonia CT, 2003
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