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El hombre jugaba con el escarbadientes mientras se tapaba la boca con la mano. Fumaba cigarrillos negros, sin filtros. Supuse que eran Particulares. Una marca especialmente fuerte. Bebía cerveza y su mirada iba de la puerta de entrada del bodegón a la ubicada detrás del mostrador. Las colillas ya estaban por llenar el cenicero, cuando por fin apareció el mozo. Caminaba con el estilo que tienen los mozos de caminar denominado por la sabiduría de la calle, “diez y diez”. Con la bandeja en la mano - en la que, al ritmo de sus pasos, se hamacaban unos sobres de mayonesa y mostaza, más un sándwich de lomito -, se acercó a la mesa.
Tenía el pelo largo hasta los hombros y vestía una campera verde militar. Se veía que era joven, no más de veinticinco años. Su cara estaba casi oculta tras una negra barba que le daba un aire entre Jesucristo y Rasputín. Sus ojos de color verde dorado miraban con fuerza. Su mirada era como una línea de fuerza que emergía desde abajo hacia arriba porque su cabeza estaba inclinada. Su aspecto era sombrío y a la vez atrayente. La ropa que usaba lo alejaba de cualquier tipo de elegancia. Además pasaba a segundo lugar debido al magnetismo de su rostro.
Los detalles que menciono se deben a que, como tenía que pasar unas horas en ese lugar, me entretenía observando cuidadosamente el bodegón y a los que en él estaban. Ahí nos reuníamos cuando salíamos de la Escuela de Teatro, que estaba en la misma cuadra. Lo que hoy parecía un bodegón había sido una elegante confitería. De esa época sólo le quedaba el nombre Confitería Cabildo, transformado por el idioma popular en: “la Cabildo”. Un amplio salón, con piso de madera que las pisadas habían gastado y que los pasos hacían rechinar sordamente. Ocupaba toda una esquina con divisiones de “reservado” para los que buscaban cierta intimidad.
Comprobé que el hombre venía seguido al bodegón. Llegaba entre las siete y siete y media. Supuse que lo hacía cuando dejaba su trabajo. Un poco más tarde, aparecían sus amigos: un rubio alto al que nombraban Alejandro, otro con aspecto de estudioso; luego supe que era psicoanalista. Como era casi inevitable, no pasó mucho tiempo sin que nuestras miradas se encontraran. Cuando sucedió, advertí que mi presencia no le era indiferente. A mí me pasó lo mismo. En definitiva, me gustaba ese hombre. Tenía cierta seducción que emanaba de su forma de mirar, de su voz baja y casi ronca. Además, como yo estaba libre de pareja, me propuse tener algún tipo de acercamiento con él. Para ello me apoyaba en la confianza de haber visto en su mesa a una amiga de una amiga mía. Pero él, estaba más decidido que yo, porque su mirada no disimulaba el interés que le había despertado.
Mientras escribía sobre ese hombre y el comienzo de una aventura romántica con la mujer de la otra mesa, llamaron a mi puerta. Me sentí molesta porque debía interrumpir mi escrito. Cada interrupción me producía malhumor porque debía retomar el hilo conductor, -como decía Immanuel Kant- y no me resultaba nada fácil. Dejé pasar unos minutos para comprobar si quien llamaba desistía. Pero no fue así. El timbre seguía sonando, hasta que no aguanté más y fui decidida a despachar el asunto. Cuando abrí quedé sorprendida y atemorizada. ¡El hombre del bodegón estaba ahí!
¡Qué sorpresa! ¿Sería una alucinación? Sin tiempo para responderme lo primero que intenté fue cerrar la puerta. Pero el individuo puso el pie entre la puerta y el marco de la misma, antes de que pudiera hacerlo. Me estaba hablando y yo no quería escucharlo; no quería saber qué decía. Él insistía al principio con tono implorante luego, claramente imperativo.
–Te ruego que no sigas adelante con esa historia. Son vidas que no te pertenecen; no tenés derecho a manejarlas ni administrar sus sentimientos.- El rostro del hombre estaba verdaderamente alterado. Entre todo lo que iba diciendo poco pude entender mientras desesperadamente forcejeaba por cerrar la puerta, gritando:
– ¡No! ¡No, y no! ¡No quiero escuchar nada! No quiero saber nada.
–Quiero explicarte que me conociste en ese lugar porque estoy pasando un momento de crisis y…
–No me interesa lo que puedas decirme. Soy la que decide, te guste o no te guste. ¡Lo único que falta es que alguno de ustedes dos me interpele e intente hacerme cambiar!– le dije con cierta bronca. Logré cerrarle la puerta en la cara y me fui otra vez a la computadora. Había quedado fastidiada y pensé en tranquilizarme un poco.
Después de unos días, no aguanté más y fui a visitar a mi amiga Marimeé, para saber si lo conocía. ¡Gran sorpresa! Sí. Lo conocía. Claudia, la que había visto en su mesa, le contó que era profesor de carpintería en el Centro Pedagógico que tenía la madre de su compañero. Tenía veinticinco años, era casado y tenía tres hijos. Dudé un poco acerca de seguir o no intentando conocerlo. Después puse a un costado mis dudas.
A medida que pasaban los días, yo iba tejiendo historias en los que alguien nos presentaba y de esa forma llegaría el momento tan ansiado de poder hablar con él. Algunas veces aparecía con el pelo mojado otras veces totalmente despeinado. Supe que llegaba en moto y eso sirvió para imaginarme algún día sentada en su moto, abrazada a su cintura y viajando hacia quién sabe dónde.
–No voy a negar que algo me hizo pensar sobre qué grado de responsabilidad me cabía cuando iba desarrollando mis historias. Pensé que la vida, el destino, había puesto en mí, el poder de resolver sobre algunos seres. Lo único que estaba haciendo era poner en práctica ese poder que tenía. Aunque ya había entrado la duda en mi cabeza. Ya no estaba tan segura.
Cuando Claudia me descubrió en el bodegón, vino sonriente a saludarme. Le pregunté sin muchos rodeos quién era ese hombre y lo primero que me “tiró” –como suelen hacer las amigas- fue que era casado. No voy a decir que no me molestó que me reiteraran su estado civil por el cual yo, no había preguntado. Pero pensé –con toda la “mala fe” sartreana- que eso no era un obstáculo para tener una amistad con él.
Me sentí identificada con mi personaje femenino. ¡Abajo el patriarcado! Para bien o para mal, abajo el androcentrismo. Ya más segura, seguí escribiendo.
Los días pasaron y nada sucedía. Lo veía y lo miraba descaradamente, igual que lo hacía él conmigo. Pero seguíamos sin acercarnos. Él y sus amigos hablaban y reían mientras tomaban cerveza o comían tostado. En esa aparente indiferencia, nuestras miradas se buscaban y eran como rayos involuntarios que iban de su mesa a la mía y viceversa. Un día ya cansada de ese juego, pagué lo que había consumido y me fui a sentar a la plaza que estaba frente al bodegón.
Me acomodé en un banco que me permitiera tener ante la vista la mesa de él y sus amigos. La noche era cálida en los últimos días de enero y febrero estaba por empezar. La plaza estaba poco concurrida. Era día de semana y en La Plata, una buena parte de la población era empleada pública o empleada de comercios. La otra parte, estaba constituida por estudiantes universitarios argentinos y extranjeros. La mayoría de unos y otros estaba vacacionando. Típica ciudad universitaria en la que me sentía muy a gusto. Después de una hora que me pareció una eternidad, él y sus amigos, se levantaron y vinieron hacia la plaza, Algunos se sentaron en los bancos cercanos a mí y otros charlaban en pequeños grupos. Pero él, por quien mi cuerpo empezó a temblar, se encaminó directamente hacia donde yo estaba. Traía su campera en la mano y caminaba casi hamacándose. Era muy alto. Hasta ese momento no lo había visto parado o no me había dado cuenta, pero a pesar de su juventud, caminaba un poco encorvado como para disimular su altura.
–Vamos, Carlos nos invitó a su departamento para mirar la ciudad desde su terraza. ¿Querés venir? Claudia también va. ¿Es amiga tuya, verdad?
Se me secó la lengua y no podía emitir sonidos, tal era mi embarazo. Su voz grave, pausada, me envolvió totalmente mientras esperaba que le contestara. Me sentía confundida y asombrada por lo que me estaba sucediendo. El se había sentado a mi lado y me miraba y esa mirada era lo mejor y más estimulante que había sentido en mucho tiempo Para convencerme dijo:
–Si querés, vos y yo, vamos en mi moto– Me inspiraba confianza y no podía afirmar con certeza a qué se debía ese hecho.
–Bueno– pude decir cuando me aflojé con un esfuerzo racional.
Dejé de escribir y me fui a dormir. Mi espalda estaba dolorida por haber pasado tantas horas ante mi computadora. Me había olvidado de comer y eso me provocaba un humor de todos los diablos. Pero en cuanto a lo que estaba escribiendo, me sentía muy satisfecha, Había logrado lo que quería: que ellos se conocieran y que empezaran a sentir algo especial el uno por el otro.
Cruzamos la calle y era como ir caminando en el aire sin gravitar. Su voz era casi ronca y muy pausada. Todos sus movimientos eran lentos como si nada los apurara. La moto estaba estacionada en la vereda del bodegón. La puso en marcha y, sentándose en ella, me dijo que subiera. Ese era el momento que yo había imaginado tantas veces. Me senté detrás de él y al arrancar la moto sólo me quedó el recurso de abrazarme a su cintura para no caerme. Apoyé mi cabeza en su espalda y acercando mi boca a su oreja le dije:
–Hace tiempo que tengo interés en hablar con vos– Cuando logró entender lo que le estaba diciendo, -haciendo un esfuerzo para hacerse oír por encima del ruido de la moto- me preguntó a dónde quería ir y nos alejamos del grupo. Nunca llegamos al departamento en el que irían a ver la ciudad desde las alturas. Le di la dirección de la casa en la que vivía, la que por cierto estaba muy cerca de la plaza, y hacia ella nos encaminamos. Desde ese momento nuestros destinos se entrelazaron.
Cuando me levanté, sentí que mi cabeza era como un tambor. El esfuerzo que había hecho el día anterior para lograr lo que quería me había dejado extenuada. El teléfono sonó pero no lo atendí. Nuevamente me vino a la mente la súplica del hombre y el capricho de la mujer y el deseo de la mujer que no aceptaba ser interpelada por uno de sus personajes.
Dudé si seguir adelante escribiendo mi historia o detener todo en ese momento. Me pregunté si en mi oficio había lugar para ese tipo de ética. ¿Sería yo responsable de la conducta de mis personajes? ¿Se justificaba sentir culpa por la falta de compromiso de él respecto a su esposa y sus tres hijos? Me estaba volviendo loca. Ellos no existen; ni el hombre ni la mujer que relata la historia. Todos dicen que en el transcurso de las historias ficticias, los personajes toman vida propia. ¿Sería eso lo que estaba sucediendo o todo era un mal sueño? ¿Qué tenía yo que ver con el olvido de sus deberes conyugales o paternales? Yo lo conocí fuera de su casa y no en el núcleo familiar. La próxima vez que se me cruzara, ya estaría preparada. Además, me convencí a mí misma de que -de continuar insistiendo en manipular mis decisiones- siempre me quedaba el recurso de hacerlo morir. Después de todo, él era tan solo un personaje. Un descuido al querer cruzar con su moto una esquina y listo. ¡Se acabó la interferencia!

Texto agregado el 07-11-2016, y leído por 289 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
30-12-2016 bajale la caña sin remordimientos, despues lo borras satini
03-12-2016 PD: el que aparece sobre las muchachas, corresponde a tu texto Leoner... Besos y disculpa. SOFIAMA
03-12-2016 Perdón, pegué mal mi comentario. Es el siguiente: 1. Ah… ¡Qué bien jugaste con el “matriarcado” para bien o para mal! Jaja. Divino te quedó. Interesante forma de escribir desde la perspectiva intimista del escritor y de la psicología intrínseca en cada personaje que se crea para no ser “interceptado o para lo contrario”. SOFIAMA
03-12-2016 2. ¿Sabes, Marthalicia? Yo sí creo que se crea, muchas veces, una conexión moral entre los personajes y el escritor. Fascinante y brillante el comentario de Nazareo_Mellao. Se nota que leyó a consciencia. Tu escrito irradia inteligencia; y se nota tu buena formación lectora. Excelso. Full abrazo y creo que la Página está de fiesta con tu membrecía. SOFIAMA
03-12-2016 Esas muchachas fantasmas de los pueblos son un ornamento para el entorno físico y espiritual. Disfruté la historia. Es linda y humana. La recreación de la trama con imágenes bien armonizadas es atractiva; y sí, tiene mucho de leyenda. De ésas que inspiran al lector y lo obligan a querer más. Fascinante relato y muy melancólico. Full abrazo, Marthalicia. SOFIAMA
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