Arde el asfalto, los conductores ansiosos y sudorosos empiezan a soltar el freno de sus vehículos, el sol se refleja fuertemente en los capós y se estrella resplandeciente en las retinas de Mario, quién con 4 pelotitas trata de ganarle unos centavos a estos acalorados conductores.
Fluyendo al compás de su ritmo interno Mario se proyecta, suda la gota gorda y casi hace magia, una ilusión. El semáforo se derrite, deja caer un fluido verde, se agota el tiempo. Solo queda estirar la mano, recibir unas monedas y salirse del paso para no ser atropellado ... ¿es que ya nadie respeta a un malabarista en estos días?
Ciudad de mierda. No, la culpa no es de la ciudad, limeños de mierda.
Cae la tarde, ya el líquido verdoso ha terminado de expandirse sobre las lineas peatonales, manchando zapatos y pantalones, siendo salpicado por los carros hacia peatones intrascendentes que andaban por la calle. Mario está en su hogar, quitándose los restos de aquella baba que eyacula el semáforo.
Sus hijos comen, su mujer se entretiene tejiendo. Una noche cualquiera en su vida, todo transcurre con normalidad.
La calle no discrimina, a todos nos pega igual de duro, a unos más que a otros naturalmente. Mario es indiferente a todo esto, vive el día a día, entrega todo. Concentrado en el va y ven de los objetos que arroja cómo endemoniado por los aires. Ejecuta el malabar de forma elegante, cautiva a su público, enardece multitudes que atrapadas por el tráfico quedan consternadas ante sus proezas. |