Aquel niño creció con un miedo cerval hacia unos hombres vestidos de verde que siempre acababan de aguar la fiesta a los últimos hombres libres del camino.
Cuando no era una pejiguera era otra. Si no eran los faroles rojos preceptivos a la espalda de los carromatos, eran las pesquisas también de precepto, "pues se han detectado robos en la zona". O ni siquiera eso.
El muchacho creció pensando que la vida era un viaje en carromato obstaculizado de vez en cuando por la pareja de la guardia civil en aquellos caminos embarrados- todavía llovía por entonces. El miedo cerval iba generando conceptos. Relegados al último estrato social, los gitanos fueron elaborando estructuras mentales diferentes sobre la sociedad y el mundo que les rodeaba. Fueron comprendiendo el mundo desde la perspectiva de los perseguidos y a su compás, desarrollando un instinto fino sobre las vicisitudes que se les iban presentando por el camino.
Pocos años después, nuestro protagonista, se instaló donde pudo. La vida se hizo diferente. Ya no hacía falta que se restañaran calderos, ni impresionaba aquella cabra equilibrista que parecía bailar al son del pandero. Cambiaron los tiempos. Pero todo aquel patrimonio seguía alimentando sus sueños. Ahora vivía en el extrarradio de una gran ciudad. Fija la mirada sobre las chistas que salían de una hoguera no podía sino evocar su infancia ante la atenta mirada de los chiquillos- sus nietos- que perecían estar presenciando una narración de algo que bien podría haber ocurrido en otro mundo, en otra Tierra, en un lugar muy, muy alejado del nuestro.