—¿Viste el control remoto? —dijo Ariel mientras tanteaba el piso con la mano izquierda y con la derecha jugueteaba con el pie de la chica apoyado en el pecho.
Ella inclinó la cabeza y recorrió con los ojos entre la ropa tirada en el suelo. Levantó una remera y la puso sobre el respaldo del sofá, se estiró y con la mano halló los pantalones ajenos, los lanzó hacia un lado y siguió observando el piso.
—Andá a saber —contestó.
Ariel le besó uno por uno los dedos del pie.
—Me gusta tu departamento —dijo ella.
—No está mal. Sobre todo la parte del alquiler.
—Tiene buena vista, debe ser luminoso.
—Y bueno, es un séptimo piso. —Él seguía jugando con los dedos del pie.
—Si seguís con eso no vamos a comer. —Sonrió la chica y le acarició las piernas con ambas manos.
Ariel miró la hora en el teléfono, se enderezó y observó alrededor.
—Qué hay en la tele que tanto querés ver —interrogó ella.
—No sé. Algo debe haber, ¿no?
La chica apartó las piernas del cuerpo del otro y se sentó en el sofá. Luego de unos segundos se paró, levantó del suelo la bombacha y se la puso. Fue hasta el ventanal, que daba al centro de la manzana. Él quedó acurrucado donde estaba, ahora leyendo algo de la pantalla del teléfono.
—Qué linda noche —dijo ella.
Ariel dejó el teléfono en en sofá. —Te ven ahí parada —dijo.
—Las ventanas están lejos. —contestó ella— No estoy tan mal, ¿no?
—Estás muy buena.
Ella anduvo los pasos hasta el baño y se sentó en el inodoro. Él se puso los calzoncillos. Sonó el portero eléctrico.
—Debe ser la pizza —dijo ella mientras se limpiaba con papel higiénico.
—¿Tan rápido? —dudó él y fue a atender.
—¡Sí!
—Marcela —contestó la voz desde abajo.
Ariel quedó mudo unos segundos. Se oyó el desagote del inodoro y la chica salió del baño.
—Qué querés —dijo.
—Hablar con vos. ¿Bajás?
—¿Es la pizza? —preguntó ella ahora parada junto a él.
—No. Estoy con alguien… Además no hay nada que hablar —él negó con la cabeza a la chica mientras le hablaba a la de abajo.
—Son dos minutos nada más…
—Basta, Marcela. Andate. —Ariel colgó el auricular.
—¿Qué pasó?
—Nada. Mi ex. No sé qué quiere. No me interesa. —La besó en los labios. La abrazó para continuar, tal vez otro beso más profundo, pero ella se apartó.
—No me dijiste que tenías una ex.
—Dale, Laura. ¿Quién no tiene una ex? No es para tanto.
—No es para tanto aunque te toque el timbre cuando estás con alguien, claro.
—Qué sé yo. Nada… Nada para decir —cortó él y fue a buscar al pie del sofá la ropa para vestirse.
Laura se sentó a la mesa y se dedicó a revisar su teléfono.
Él halló el control remoto y encendió el televisor, revisó la programación de la señal de cable y dejó un canal de deportes. Se puso los pantalones.
—Qué vamos a tomar —preguntó ella desde la mesa.
—Hay unas cervezas en la heladera.
Laura sacó una botella y la dejó sobre la mesada. Encontró el destapador en un cajón y enjuagó un par de vasos que había en la pileta. Volvió a sentarse, abrió la botella y se sirvió.
—¿Te sirvo?
—Dale —aceptó él y se sentó en una silla. Minutos después sonó el portero eléctrico.
Cuando Ariel salió del ascensor vio a la chica a través del vidrio de la entrada y detrás de ella al muchacho con la caja de pizza en las manos que no le quitaba los ojos del trasero. Abrió la puerta.
—Qué hacés acá —preguntó.
—¡Se dice hola! ¿No? —La chica se inclinó y lo besó en la mejilla.
—Veo que no perdés tiempo —siguió la ex—. No hace ni un mes que me dejaste y ya conseguiste novia. Qué bien, qué suerte, ¿no?
Ariel no contestó. Se dedicó al chico del delivery.
—¿Te acordás de cuando empezamos?
—Basta, Marcela. Dejame pasar que se va a enfriar la pizza.
—Me gustaba jugar a eso de cantar una canción cualquiera y la seguías vos, que te la sabías… —siguió ella parada entre él y la puerta— como si hubiéramos escuchado las mismas canciones, como si supiéramos las mismas letras y nos gustaran las mismas cosas.
—¿Me dejás pasar? Tengo que subir. Dale.
—¿Cómo se llama tu novia?
—No es mi novia.
—Tenés olor a sexo. ¿Se va a quedar a dormir?
—¿Te ibas a quedar acá hasta que baje?… ¿Y si no salía hasta mañana?
—La escuché a la otra decir que esperaban pizza… Me bloqueaste en Facebook, en Whatsapp, tu número… ¿se puede saber qué te pasa?
—Nada. Con vos no me pasa más nada, Marcela.
La chica estaba con la espalda apoyada en la puerta de vidrio. —Estuve con tus viejos —dijo.
Él quedó parado frente a ella con la pizza y las llaves en las manos.
—Decime por qué me dejaste, Ariel. Quiero saber qué hice, qué pasó. Fueron tres años. Tres años… y un día me mandás a la mierda como si nada…
—No quiero que veas a mis viejos. No sé por qué seguís con esto. Buscate una vida, Marcela. Estás mal. ¿No te das cuenta de que estás mal?
—¡Ah sos psicólogo ahora! Qué bien, eh. Qué bien. Mirá vos… Soy amiga de tus viejos, sobre todo de tu mamá, Ariel. No me podés exigir que no hable con ellos.
—¿Cómo anda Marcos? —cortó él mirándola repentinamente a los ojos.
—¡Ah! ¡No! —gritó ella y se separó del vidrio.
Ariel dio un paso atrás como si la chica fuera a chocarlo. Pero ella no avanzó, arqueó un poco la espalda hacia atrás y comenzó a arreglarse el cabello rubio y largo con ambas manos con la cara hacia arriba en un gesto más bien de nerviosismo como el de quien se siente intimidado o necesita asimilar lo que acaba de oír. Él observó ese movimiento de brazos que resaltaba los grandes pechos que asomaban en el escote pronunciado, bajó la mirada y se encontró con las caderas enfundadas en unas calzas grises muy ajustadas que hacían notoria la firmeza de los muslos. Entonces tuvo que enderezar la pizza y puso sobre la caja las llaves para tomarla con ambas manos acaso en busca de una postura más cómoda para los brazos.
Ella enderezó la cabeza sin dejar de peinarse con los dedos. —Así que fue por lo de Marcos… mirá vos, eh. Qué bien. Por lo de Marcos me dejaste —dijo y esta vez avanzó hacia él hasta tocar con el torso la caja de la pizza. Se llevó el índice derecho a la boca, apretó la yema con los labios fruncidos y lo acercó a la cara del muchacho como si fuera a tocarlo, pero él retrocedió.
La chica rio fuerte burlándose del ademán de rechazo del otro.
—Andate, Marcela. Tengo que subir —mandó él.
—¿Por Marcos me dejaste?… ¿En serio? —Seguía riendo.
—Yo no dije eso.
—¡Claro! ¡Claro! ¡Acabo de nacer! ¡Hola!… Igual podés seguir mirándome las tetas si querés, ¿eh? No me molesta. —Ahora la chica sacó pecho y le dedicó un breve contoneo de hombros.
Ariel giró la cabeza como fastidioso o avergonzado y quedó unos segundos con la vista en el suelo.
—Tengo que subir —insistió.
—A ver. Sabías lo de Marcos desde el primer día; no te lo oculté, Ariel, y vos lo aceptaste. Nunca te oculté nada… Además —le hizo una sonrisa con cierta picardía— bien que te gustaba que te hiciera las cositas que aprendí con el vejete, ¿eh? ¿o no? Y ni hablar del departamento —estiró un poco el brazo como para tocarlo, pero él hizo un gesto corporal de rechazo y ella desistió.
—¿Ya está? ¿Terminaste? —dijo esta vez mirándola a la cara como reponiéndose o en un intento de recuperar el tono imperativo.
—No. Quiero saber por qué no podemos seguir como antes, Ariel. Si no es por lo de Marcos, entonces menos todavía puedo entender que me hayas dejado así porque sí.
La chica se lo quedó viendo unos segundos en silencio con los brazos colgando tal vez esperando una respuesta mientras él tenía los ojos en las llaves sobre la caja de la pizza. Entonces ella aspiró hondo por la nariz en un gesto nervioso y largó fuerte el aire por la boca como desinflándose a la vez que negaba con la cabeza.
—Sesenta y dos años tiene Marcos, Ariel… No podés estar celoso de nuestra relación, que además viene desde antes que vos… pero bueno, no sé. ¿Sabés qué? Yo lo primero que no entendí es cómo puede ser que no me hubiera dado cuenta; eso me jodió mucho. Y claro, viste, la tarada contenta con su novio y haciendo relaciones y encariñándose con los padres del pibe como si fueran parientes, los planes… Eso me da mucha tristeza y bronca, no haberme dado cuenta, che. Una tarada la mina… Y sí. Cuando no te das cuenta de que tu pareja ya no te quiere y vos seguís enganchada como si nada, como siempre, te sentís un fiasco, una tarada. —La expresión de la chica ahora era sombría; su tono de voz había cambiado. Se tiró el cabello hacia atrás con la mano derecha y con los ojos hacia un costado se mordió el labio inferior.
En el altavoz del tablero metálico hubo un chasquido, el ruido usual de cuando alguien levanta el auricular en algún piso; ambos lo oyeron y quedaron atentos en silencio.
—Ariel —la voz femenina desde el parlante—. ¿Estás ahí?… ¿Qué pasa?… ¿Ariel?
—Ya voy —contestó en voz alta mientras miraba a la otra a la cara—. Ya subo, Laura.
—Ariel —dijo la chica, tal vez como para seguir hablando, pero surgió una mueca extraña como cuando alguien contiene un estornudo o el llanto repentino mientras él avanzó a su lado y se dispuso a abrir con la llave.
Ariel empujó la puerta con el pie, giró e ingresó de espaldas y tras de sí la pizza, quedó parado en el interior de frente a la chica mientras la puerta de vidrio se cerraba lentamente. Por escasos segundos se vieron las caras sin decirse nada hasta que por fin él giró hacia el ascensor.
La chica anduvo las dos veredas hasta la esquina. En este trayecto desde un auto en movimiento unos muchachos tocaron bocina y le gritaron piropos y alguna grosería. A pocos metros la esperaba el hombre en el auto. Ingresó del lado del acompañante, levantó la cartera que estaba sobre el asiento, se sentó y la puso en las rodillas.
—¿Y?… Tardaste mucho… ¿Se arreglaron? —se interesó el hombre.
La chica sacó de la cartera un envoltorio de pañuelos descartables y se secó apenas los ojos.
—Es un boludo —contestó.
En la radio una locutora daba el pronóstico del clima para lo que restaba de la semana. El hombre encendió el motor, hizo una pausa con ambas manos en el volante. Se puso los anteojos que le colgaban del cuello. Después encendió las luces.
—¿Querés que lo raje del departamento?
La chica revolvía en la cartera y no contestó.
—O le puedo subir el alquiler… Podría cobrarle el doble y seguiría siendo buen precio —insistió él.
Ella sacó el teléfono y dejó la cartera en el asiento trasero. —No te podría pagar… ¡Bah!... Qué mierda me importa —dijo.
—A mí sí —el hombre metió la primera y avanzó por el empedrado.
—Necesito algo. Necesitamos hacer algo —dijo ella.
—Bueno. Vamos a comer a Palermo, que tengo hambre.
—Y por qué no vamos a coger primero… Dale, llevame a un telo y después cenamos.
—No jodas, Marcela. Estoy cansado. Si querés te llevo a tu casa —contestó él con la vista fija en el brillo de los adoquines y a tientas subió el volumen de la radio.
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