Mi nombre es Rasul Al Jatab y soy un corsario al servicio del rey de Túnez. Por mis venas corre sangre pirata, aprendí el oficio navegando en las galeras de mi padre, Sidi Aman que asolaba el Mar Rojo y el estrecho de Bab El Mandeb.
Mi progenitor se caracterizó por sus actos de arrojo y de crueldad. Solía decirme que en la guerra todo vale. Sostenía que no hay limpieza en la misma.
-No te hagas problemas por el juego sucio, cuando seas un corsario como yo, te ha de ser de mucha utilidad el recurrir al engaño y a la falacia -repetía.
Mi padre estaba al servicio del príncipe de Medina. En mi adolescencia fui llevado a Túnez.
Por mi carácter introvertido, algunos de mis familiares creían que no era dado pero a mí me parecía que no era conveniente hablar más de lo necesario. Soy de cutis moreno, mediana estatura y mi contextura es fuerte. Miro a las personas de soslayo, oblicuamente, soy muy desconfiado. Mientras las trato con un aparente espíritu de camaradería, en el fondo, las trato con cautela. Me creo capaz de cualquier acción por más innoble y desleal que parezca ya que considero a mis enemigos capaces de lo mismo.
Mi padre me presentó al rey de Túnez Hassan I y le dijo:
-Desde niño ha navegado conmigo en mis correrías por el MAr Rojo y ha aprendido el oficio. Su deseo es estar a vuestro servicio.
-Acércate, joven. ¿Cómo te llamas? -me preguntó el rey.
-Rasul Al Jatab -contesté.
-¿Eres valiente?
-Quiero que me des la oportunidad de demostrártelo.
-La tendrás -me dijo el monarca. Te daré cinco galeras con las cuales harás una incursión en las costas de Sicilia.
En el contexto histórico de la época, la rivalidad entre Carlos V y Francisco I favoreció durante muchos años a la piratería morisca.
Con las galeras que tenía a mi disposición, me dirigí a las costas sicilianas. Tuve muy en cuenta lo enseñado por mi padre: no vacilaría en valerme del engaño y la falacia. Ya a bordo de mi galera, el Solimán, le dije a mi segundo, Ibrahim:
-Vamos a recurrir a un ardid. Pretenderemos una falsa derrota y cuando nuestros adversarios bajen las defensas, desembarcaremos a varios kilómetros al sur de Mesina y atacaremos la ciudad durante la noche.
El sol doraba con lentejuelas de oro las aguas del Mediterráneo cuando aparecieron ante nuestra vista las ocho galeras sicilianas al mando del duque Malatesta. En el Solimán y en las galeras que lo acompañaban estalló el grito de guerra de los combatientes musulmanes "¡Muerte a los guiaurri!".
"Perros cristianos"... Así llamábamos a los cristianos. Las luchas entre ambas escuadras comenzó con un fuerte cañoneo. Mis artilleros disparaban con matemática precisión sobre las naves cristianas y al poco tiempo de iniciado el combate, dos de ellas habían quedado completamente desarboladas. Fue entonces cuando le dije a Ibrahim:
-Simulemos la derrota. Emprendamos la retirada.
Unos hurras estrepitosos se dejaron oír desde las naves enemigas. "¡Viva la cristiandad! Huyan, cobardes musulmanes!".
Al caer la noche, con el Solimán y las otras naves, desembarcamos al sur de Mesina. Eran las dos de la madrugada cuando, dando fuertes gritos para esparcir el terror, caímos sobre la ciudad. Los habitantes de Mesina, entregados al sueño, sobresaltados por los gritos, parecían creer ser víctimas de una pesadilla. Algunos de los más resueltos no hicieron frente con las pocas armas que encontraron a su alcance pero no tardaron en ser reducidos a la impotencia. Mesina estaba en manos corsarias. Yo había heredado de mi padre su ferocidad y llevé prisioneros a Túnez a los habitantes de Mesina para que fueran encerrados y para pedir por los más adinerados fuertes rescates. Las mujeres más bellas irían al harén del rey. Las otras serían esclavas. Los niños serían entrenados en el oficio de corsarios.
El rey me felicitó.
-Tienes pasta de corsario -me dijo visiblemente orgulloso-. ¿Dónde quisieras incursionar ahora?
-Mi mayor deseo es hacerlo en Cerdeña, Alteza.
-Apruebo vuestra decisión, Rasul Al Jatab. Cerdeña es un punto estratégico en el Mediterráneo. Espero que Tengáis el mismo éxito que lo acompañó en Sicilia.
Así lo esperaba. Una circunstancia afortunada favoreció mis planes de llevar a mis corsarios al asalto de la ciudad de Cagliari al sur de Cerdeña. La escuadra de la isla, que había salido en crucero por el mar Mediterráneo, era esperada en el puerto. Nuevamente recurrí a la falacia y en la media docena de galeras que me dio mi rey hice ondear la bandera sarda. En el puerto de Cagliari se hallaba reunida una multitud dominada por el júbilo y el regocijo ya que creían que mis galeras pertenecían a la escuadra cuyo regreso aguardaban. Al desembarcar fuimos recibidos por los hurras de la población. Repentinamente, mis corsarios desenvainaron sus alfanjes y cargaron contra la multitud. Los habitantes de Cagliari huían al grito de "traición, son corsarios". La piedad me era ajena... Las personas más acaudaladas fueron tomadas como rehenes por los que se pediría rescate y los demás fueron destinados a los presidios y, al igual que las sicilianas, las mujeres sardas fueron repartidas entre el harén y la esclavitud. Los niños engrosarían las filas corsarias.
Siempre admiré a Barbarroja, príncipe regente de Argel y quise emular sus depredaciones manteniendo, como él, en un permanente desasosiego la navegación mediterránea. Me sentía satisfecho, creía cumplido mi deber para con el rey y para con mi patria adoptiva. |