Las decisiones que tuvo que tomar el rey Carlos II
Desde el día de su nacimiento, en el año 1665, el rey Carlos II de España no tuvo suerte; nació canijo, enfermizo y con serios problemas mentales que enseguida se achacaron a que estaba embrujado, de ahí su sobrenombre de “El Hechizado”.
Encima, para su desgracia llego a la vida en uno de los peores momentos de la historia española. Eran tiempos convulsos se estaban perdiendo todas las posesiones europeas, y aunque la corona aún controlaba Portugal, Nápoles, Sicilia y parte de Hungría y de Croacia, las presiones de Francia aliada con otras potencias enemigas del país, se hacían cada vez más difíciles de soportar. Por si esto fuera poco, cada vez había más conflictos con los territorios de ultramar que eran ya casi imposibles de controlar. El país estaba prácticamente en la bancarrota y, ya como colofón, se estaba viviendo un resurgimiento de los lios religiosos motivados por las expulsiones que se estaban realizando a protestantes, moriscos y algunos falsos judíos conversos.
Situación que era mucho más de lo que podía soportar el débil monarca al que se le había concedió la mayoría de edad, y por tanto la responsabilidad de reinar, cuando solo contaba quince años, aunque ya desde los cinco había sido proclamado rey, ocupándose de la regencia su madre Mariana de Austria.
Es fácil de imaginar, que un hombre como Carlos, siempre medio postrado en cama por sus múltiples achaques, que apenas podía valerse por sí mismo y, que encima estaba, (como ahora se diría ), “ mas para allá que para acá” le fuera imposible controlar el país, tomar decisiones correctas e imponerse a los avispados e interesados consejeros que siempre le rodearon.
Cayendo, durante su reinado en múltiples contradicciones y en clamorosos errores, tanto en el terreno de lo económico como en el de las relaciones con otros países, que al final llevaron al país a una guerra con Francia, pero, el episodio que ahora contamos está relacionado con el mundo de la religión, con la defensa de la fe católica, con el fanatismo imperante y, con lo que al pobre le obligaron a consentir y a aceptar.
Como hemos dicho anteriormente, España estaba en pleno proceso de expulsión y conversión de enemigos del catolicismo y, como ya había sucedido en épocas anteriores, la Iglesia católica y sus patriarcas estaban más que soliviantados. La Inquisición, aunque no estaba en el momento más álgido, seguía existiendo (aun faltaban muchos años para su abolición), y realizaba de vez en cuando juicios a desviados, endemoniados y brujos que acababan, como siempre, en la hoguera o en algún sitio parecido. En esos años se enfrentaban a una nueva oleada de enemigos de la verdad, los protestantes, que los consideraban como un gran peligro temiendo que pudieran extenderse, como ya había ocurrido en otros países europeos.
Así que, los altos mandatarios católicos decidieron que era urgente actuar, razón por la que el Inquisidor General del momento, Don Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Plasencia, un día de 1680 se dirigió al rey presentándole un plan de choque para resolver el problema.
“Majestad”, le dijo, “las cosas no van bien”
“Que me va decir a mí su santidad, ya lo veo, ya, pero no se qué hacer y además, ya sabéis que estoy malo, que me duele siempre todo el cuerpo y que estoy medio mareado”, contesto Carlos.
“Perdón majestad”, continuo el obispo, “no hablo de los problemas del país, ni de vuestra precaria salud, es algo muchísimo más importante me refiero al peligro que acecha a nuestra fe por culpa sobre todo de los protestantes”.
“¿Y qué quiere su eminencia que yo haga?”, le dijo el rey con débil vocecilla.
“Pues que autoricéis la realización de un nuevo Auto de Fe en que se enjuicie y, si es menester, se condene a tanto descreído como tenemos”, replico el prelado.
“Pero, pero, pero…”, balbució el monarca, “si desde 1632, no se celebra un acto de este tipo, pero, pero…¿de verdad lo creéis necesario?.
“Absolutamente majestad y no solo necesario sino imprescindible. Y, hablando de otra cosa, ¿y vos como estáis de vuestro hechizamiento?, porque quizá deberíamos prestarle especial atención, ¿no os parece?”, contesto el inquisidor mirando fijamente a los turbios ojos del monarca.
“Bueno, bueno, pues vale”, contesto temeroso Carlos. Tenía entonces 19 años.
Y comenzaron los preparativos y se empezaron a hacer las listas de los que irían a juicio y se acondicionaron las cárceles y, vamos se iniciaron los planes para la fiesta.
Pero, no acabo la cosa así, ya que al poco tiempo, de nuevo el obispo, cada vez mas envalentado, pidió, bueno, más bien exigió una nueva entrevista con el rey, a la que el pobre no tuvo más remedio que aceptar.
“Majestad” empezó directamente don Diego, necesito que para el buen éxito del Auto de Fe, concedáis al Tribunal del Santo Oficio una nueva demanda que os traigo directamente”
“Y, ¿qué queréis ahora?”, muy bajito contesto el monarca.
“Pues veréis” siguió el orgulloso y soberbio religioso. “Hemos constatado que los tormentos que normalmente estamos aplicando el potro, los estiramientos de miembros, la garrucha, etc. ¡No es que sean malos!, pues la verdad es que siguen funcionando, pero, se han quedado anticuados y necesitamos renovarlos, necesitamos adaptarnos a las modas europeas para no ser el hazmerreir de otros países que ya han renovado su repertorio”
“¿Y?”, balbució el Hechizado.
“Pues que queremos que su alteza, contrate a un famoso torturador calabrés un tal, Alessandro Giusseppe Giordano, que nos ha sido recomendado desde Roma por fray Doménico Lombardi, un franciscano muy versado en estas lides, que cuenta maravillas del tal Alessandro“, le dijo de corrido el obispo.
“Y vos, ¿creéis que es necesario? ¿y que no son suficientes nuestros suplicios de siempre?”, aun se atrevió a contestar el rey.
“Majestad”, como una escopeta le contesto don Diego, “no me gustaría pensar que vos un rey católico y, mas estando como estáis, se opone a mi petición”. Y continuo, “¿por qué no creo que tengáis ninguna otra razón maligna o al menos oculta que el Santo Oficio deba investigar?”
“No, no, que va, no os enfadéis” tartamudeo el rey, ”lo decía por decir, no preocuparos que de inmediato doy la orden”
El pobre Carlos no cabía en sí, se sentía acosado, manejado, amenazado y manipulado por todos y más aún por el obispo, pero; ¿qué podía hacer?, estaba siempre débil, asustado y la mayoría del tiempo idiotizado, así que se resigno, esperando que todo por fin terminara.
Pero, no, se equivocaba, pues no había pasado una semana, cuando de nuevo don Diego le volvió a asaltar con una nueva petición, con una nueva exigencia.
“Mi bondadoso rey”, empezó el muy ladino.“Tenemos un problema, un importante problema, resulta que, el experto torturador, el llamado Alessandro, tiene una clausula económica para la rescisión de su contrato con la curia romana y, para romperla debemos ingresar en la cuenta del Vaticano, concretamente en el banco Ambrosiano, ciento veinticinco mil maravedíes, o si su alteza prefiere, el equivalente en plata, es la única forma de cerrar la operación”.
“Pero, señor obispo” se atrevió a decir el rey, “si tenemos las arcas reales casi a cero, pero, si estamos al borde de tener que hacer un Expediente de Regulación de Empleo en la corte, vamos un ERE, si no tenemos ni un doblón de oro de los que antes nos llegaban en abundancia, pero si…”
“Bueno, bueno”, le contesto el obispo, “vos sabréis lo que hacéis, ¿y cómo estáis de vuestra maligna posesión? ¿Creéis que pueda ser diabólica?”
Y claro, el rey, asustado de nuevo, claudico, con lo que el afamado Alessandro se presento a las pocas semanas en España. Era un hombre impresionante, muy seguro de sí mismo, muy eficaz y con una gran fantasía puesta al servicio de la profesión que había elegido, la de machacar a los pobres que caían en sus manos. Y como hombre resolutivo que era no perdió el tiempo y ante el regocijo del Santo Oficio, implantó, enseguida, dos nuevas torturas muy imaginativas.
En una de ellas, se limito a invertir los términos de un suplicio clásico, si antes se estiraban los miembros del condenado hasta desencajarlos del cuerpo, él lo que hacía era empujarlos hacia dentro, hasta que no sobresalían al exterior nada más que las manos y los pies, el resto, brazos y piernas, penetraba e invadía el cuerpo del pobre ajusticiado, que asemejaba al final, un solo tronco sin extremidades.
Otra de sus ocurrencias, también muy celebrada, era la de abrir el vientre, al que sin duda por sus desviaciones lo mereciera e introducirle en el interior una pareja de ratas hambrientas procediendo de inmediato a cerrar la incisión; eran terribles los alaridos que se oían después.
Y aunque, sin duda, había traído un aire de frescura a las costumbres del Santo Oficio, Don Diego, su jefe, no estaba contento y así se lo hizo saber al virtuoso y, no estaba satisfecho porque al final todos los reos acababan muriéndose muy rápidamente, sin ocasión de arrepentirse y volver al buen camino; así que dirigiéndose a él, le dijo:
“Alessandro, mira, tu trabajo es excelente y, sin duda, vale lo que hemos tenido que pagar por tus servicios, pero necesitamos que se te ocurra algo más sutil que no desemboque siempre en muerte y que permita, si el reo reniega de sus errores, que vuelva al seno de la verdad”. Y fue, en ese momento cuando Alessandro demostró su valía, sus conocimientos en el campo del suplicio y de la naturaleza humana, encontrando una solución barata y rápida.
Instaló, en el palacio episcopal una pequeña habitación de unos treinta metros cuadrados, aislada del exterior para que todo lo que sucediera en ella allí se quedara, colocó una sencilla silla en el centro de la estancia a la que ataba al reo; y a continuación, por una puerta lateral, entraban en la sala un grupo de frailes, bien benedictinos, o a veces dominicos, unos diez o doce, que, de inmediato comenzaba a cantar, sin descanso, cantos gregorianos, turnándose convenientemente para que en ningún momento se interrumpieran las voces y, así veinticuatro horas sobre veinticuatro.
El tormento era a la par de refinado, elegante y sobre todo eficaz, pues en ningún caso pasaban más de cuarenta y ocho horas antes de que el torturado, renegara de sus errores, pidiera de inmediato confesión para limpiar sus pecados y llorara hasta el agotamiento arrepentido de sus actos.
Fue tal el éxito del nuevo castigo, que muchos de los condenados solicitaban ingresar en alguna orden eclesiástica para evitar otra condena tan horrorosa.
¿Y el rey que dijo?. Pues, nada, ya sabemos que estaba hechizado y que por prudencia y sobre todo por pavor se callaba, así que en silencio, se murió el pobre, con solo treinta y cinco años y sin descendencia, acabándose así la dinastía de los Habsburgo y comenzando una guerra por la sucesión que permitió la llegada de los Borbones.
Pero esa es otra historia.
Fernando Mateo
Octubre 2016
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