Un relámpago iluminó la habitación cuando desperté. Miré el reloj y vi que eran las ocho de la mañana. Bajé para preparar el desayuno. Carlos ya se estaba duchando.
Como trabajo por las tardes comencé a planificar mentalmente mis tareas del día. Pensé que debía aprovechar la mañana para hacer algunas compras. Si me apresuraba podría pasar la aspiradora por la sala y quitar el polvo de los muebles.

Durante la semana trato de mantener la casa ordenada, para tener tiempo libre los sábados y domingos. Por lo general, esos dos días los dedico a la huerta y el jardín.
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Rosa y Pablo, una pareja de vecinos, vienen todos los viernes a cenar a casa. A veces hemos hablado sobre la vida y la muerte. El fin de la existencia siempre nos pareció algo lejano y creo que todos le tenemos miedo.

Ayer Carlos fue a pescar con su padre. Me invitaron, pero no quise acompañarlos. Rosa y yo estuvimos ocupadas con las plantas. A las dos nos encanta la jardinería.

La pesca, el hobby favorito de mi esposo, es algo que yo jamás compartí porque odio pensar en esos peces que viven en el fondo del mar y son arrastrados hacia destinos inciertos.

Hace unos días llamé a mis padres; vendrán a visitarnos a fin de mes. Nunca estuve demasiado apegada a ellos, pero la verdad es que últimamente los extraño bastante. Son muy mayores, y odio saber que pronto van a morir.
A Carlos jamás le preocuparon esos temas. Hay que vivir el presente, me aconsejó muchas veces.

Cuando esta mañana vi su rostro demacrado creí me asusté
Le pregunté qué le pasaba; dijo que no se sentía bien. Miré sus ojos, y noté que reflejaban preocupación. Entonces tomé el teléfono para llamar al médico. Él se sentó en la cama y mientras yo hablaba comenzó a tomarse el pecho con ambas manos. Respondí al profesional tratando de ser clara pero mi nerviosismo me hacía farfullar. Dijo que enviaría una ambulancia.
No quise esperar y llamé un taxi. Carlos subió con dificultad.

Al llegar al centro asistencial dos enfermeros lo ingresaron en una silla de ruedas. Estaba tan pálido que sentí miedo.
Entró a urgencias; yo empecé a rezar por él.
Telefoneé a su padre que tardó solo cinco minutos en llegar. Le expliqué qué pasaba y nos sentamos en la sala de espera. Los cristales empañados apenas dejaban ver la lluvia que caía copiosamente.
Mi suegro me hacía preguntas, yo respondía con monosílabos. Estuvimos casi dos horas esperando noticias de Carlos. Veíamos pasar médicos y enfermeras, pero ninguno nos proporcionaba información.

Finalmente pasamos a una salita. La situación era grave. Mi marido había sufrido un infarto; se encontraba estable, pero era imprescindible efectuar una intervención urgente. Comencé a llorar mientras el médico me alcanzaba unas planillas que yo firmaba autorizando lo que fuera necesario para salvar su vida.

Durante casi cuatro horas no supimos nada más. Mi suegro intentaba consolarme, pero yo podía ver que él también estaba desesperado.

Me pregunté tantas cosas...intenté tranquilizarme, pensé en positivo, hice pactos con dios y con el diablo, formulé promesas que jamás podría cumplir.

Por fin ha dejado de llover pero las nubes oscuras no dejan pasar el sol. A mi alrededor, la gente parece flotar en un océano inmenso que los lleva hacia ninguna parte.
Ahora que todo terminó, ya no prometo ni pregunto nada. Sé que todos somos como peces en el fondo del mar.