Juan Leins- lanas en español- no había tenido más remedio que proceder al apagón tecnológico en su casa. Empezó con el teléfono inalámbrico y prosiguió con todos los cachivaches con alguna suerte de reclamo. Pero principalmente era el teléfono móvil el que a base de añadir una y otra vez aplicaciones se había convertido en un bombardero de información.
Comprobó finalmente que con tal operación había recuperado espacio vital. Empezaba a ser dueño de una casa- tomada, lenta pero inexorablemente, por la tecnología- nuevamente. Y lo celebró enfrascándose en lecturas que tenía aplazadas precisamente por no ser dueño de aquel espacio vital.
La invasión sutil se había resuelto con la desprogramación de todo lo que hiciera ruido en aquel hogar.
Principalmente al teléfono celular no había tenido más remedio que resetearlo o poner en valores de fabricación.
Lo mismo otros utensilios que pedían su ración de atención.
Respiró entonces tranquilo, sobre todo los primeros días. Daba gusto aquella paz. Una sensación equivalente a la del que estrena casa, comprobando, luego, sin embargo, que el silencio se empezó también a hacer sobrecogedor.
Es inevitable que quien se ha sentido acompañado por ruidos domésticos que de repente cesan, sienta cierta sensación de vacío a su alrededor. El horror vacui- que decía Aristóteles- se estaba empezando a enseñorear de la vivienda, hasta tal punto que la opción era enchufar nuevamente los aparatos o lanzarme a la calle a buscar ruidos. No le parecía de recibo volver a las andadas tecnológicas, ni tampoco salir a la calle como un desesperado a buscar conversación. La televisión se vislumbraba- allí aparcada en su rincón- como chupete de ansiedades inconfesadas de miedo a los demás.
Y estaba a punto de arrojarse a los influjos de la nueva héjira que representa la televisión, cuando recordó que en algún estante olvidado y escondido tenía un reloj despertador. De los de cuerda. De los que marcan con su diapasón sonoro el paso del tiempo. En adelante sus pensamientos no vagarían solos por la estancia perdiéndose irremisiblemente al no tener a nadie con quien comunicar.
El aparato, una vez que le dió cuerda, repetía, devolviéndoselos, sus propios pensamientos. Le procuraba con su martilleo, compañía e ilusión de comunicación.
Fue así cómo se libró del pernicioso influjo de la moda que se había acabado de enseñorear en televisión.
Su casa se empezó a hacer como el país- gobernable- bajo la nueva férula del despertador. Aquella nueva etapa prometía. Hacía tiempo que había deseado que aconteciera algo relevante sin saber que estaba tan al alcance de la mano. A partir de entonces empezó a tomar conciencia de la importancia de los pequeños gestos y detalles. Era desde que había dejado de tomar café. Su psique había empezado a darse cuenta de los pequeños cambios y mensajes al dejar de embotar sus sentidos con cafeínas y demás.
Algo tan insignificante como un despertador de los antiguos: de resorte, y su acompasado reclamo habían poblado su casa con su sonido doméstico haciendo sensación de hogar. No era menester tener por allí un gran perro de lanas, o la televisión a todo trapo para ahuyentar la sensación de soledad que inevitablemente parece conexa a una casa vacía.
No tenía hijos, ni mujer, ni encendía el televisor, pero era suficiente para ahuyentar las sombras de los pasillos aquel reloj despertador. Y todo, ya digo, por dejar el café. En el cuerpo sano, se ve, no hay necesidad de nada más. Hasta entonces había creído que era el silencio y su temor el motor del comportamiento humano, y resultaba que no, que lo nos lleva a cometer errores es la falta de imaginación.
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