DE MISOGINIA Y LO QUE USTED IMAGINE.
No debo decir que la amo. Pues el amor es abstracto. Abstracción que se vivifica en los sentidos. Creo amarla porque percibo el salobre de su piel, el sabor de sus labios y la magnitud de su pie. Pienso que la amo y se lo digo en esa forma mentirosa escondida en las metáforas, recurso idóneo en la poesía pero no en el coloquio de todos os días. “Eres el amor de mi vida”, le digo, frase desafortunada por inconclusa, solo una forma de decir, un lugar común, una expresión que al final no dice nada. La destinataria obnubilada por la abstracción de “su” enamoramiento no cae en cuenta, no piensa en lo que le digo, lo acepta tal cual su estado de exaltación se lo permite. Nunca le aclaro en la ambigüedad de mi edulcorado decir, si el amor que le insinuó es el mejor o el peor, el más o el menos intenso, el verdadero o el más fingido de entre los amores de mi vida.
Ella presupone, entiende porque en ese momento le conviene, que es el más grande amor de mi vida, el verdadero, el más intenso. Ah el amor, sublime estado de autoengaño, la más común de las estafas, engañifa despiadada aun sin ser malintencionada. Por eso es de envidiarse a los poetas, pues a ellos les está permitido y hasta se les alaba, metaforizar, —idioma de los dioses, dicen algunos— para convencer, sensibilizar y hasta para enajenar al ser “querido”. Ya lo explicaba Nietzsche: “En una relación amorosa hay uno que ama y otro que se deja amar.”
El amor, ese dren de la energía emocional se sustenta en la confianza y la desconfianza. Fluye en un torrente inagotable y avasallador. Pero al exteriorizarse diluye su caudal energético en distintas vertientes y se direcciona por cauces disimiles. Dicen que el amor es cosa de dos y algunas veces hasta de tres. Yo opino que el amor es de uno solo. Lo afirmo porque en una pareja que dicen amarse, cada cual manifiesta una clase de amor diferenciado y hasta se ama del otro o de la otra, virtudes, cualidades o características físicas, morales, económicas, sociales y hasta intelectuales que no se alcanzan a identificar bien o están tergiversando en ese delicioso estado dubitativo que es el deseo erótico por el otro o la otra. Por ello existen infinidad de parejas quienes descubren no amarse después de algún tiempo. O bien aceptan que lo que aman del otro u otra no es suficiente para mantener la convivencia amorosa.
No la amo, al menos no como ella se lo merece —otra metáfora— pero me prometo a mí mismo, vamos, ¡me exijo!, que haré hasta lo imposible —malditas metáforas— para lograr corresponder su amor en la justa medida en que ella me lo profesa. ¿Ella, me ama? ¡Desde luego que sí!, me lo ha repetido mil y no sé cuántas veces. “Eres el hombre de mi vida” me lo refrenda constantemente, para qué darle vueltas al asunto, no importa lo que ella o yo tengamos en mente, somos una pareja con suerte, nos amamos o creemos amarnos como lo hacían Romeo y Julieta… ¿Será? ¿Tomaría cicuta ella al perderme?
¡No la amo!, ¡castíguese mi grito en el infierno!, —otra mentirosa metáfora— pero ya la dije, ¿por decir verdad, ya me maldije? Desde luego que no, en cuestiones del amor cualquiera miente, hasta los santos, ahí tienen a San Agustín, quien también le entró con ganas y ¿sapiencia? a la metáfora cuando aseveró: “La medida del amor es amar sin medida”.
No la amo, debo decirlo, al menos no como amaba a su Andrómeda Perseo, pero a esa mujer… ¡Como la deseo!
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