Miguel abre los ojos, pero no ve nada. La oscuridad es completa. Estira la mano izquierda y a tientas logra encontrar el celular que descansa sobre el buró que se encuentra al lado de la cama. Tres cuarenta y siete de la mañana, aún faltan algunas horas para que amanezca. Está semi adormilado, pero una vaga inquietud lo hace irse espabilando más. ¿Qué lo ha despertado? ¿algún ruido? ¿alguna preocupación?... Se revuelve varias veces en el lecho sin lograr conciliar nuevamente el sueño. Termina por levantarse e ir al baño para orinar. Siente un enorme descanso al hacerlo. Quizá ha sido sólo eso, mitigar un poco las molestias que la próstata le ha causado últimamente. Se encuentra ya bien despierto y se resiste a acostarse de nuevo. En la estancia cercana se encuentra su cuaderno de notas, ése en el que intenta escribir y asentar sus pensamientos todos los días, cuando menos durante diez minutos. Sabe con certeza que esos minutos son insuficientes, las cuatro o cinco líneas que alcanza a emborronar, la mayoría de las veces no dicen ni significan nada.
Abre el cuaderno y empuñando el bolígrafo de tinta negra que usa, escribe: “Pasan los días y estas notas no avanzan mucho. No es porque no tenga nada que decir, pero algunas obligaciones me impiden acercarme más seguido a estas páginas. Además, no me encuentro bien. El entorno y la gente que me rodea me abruma; no puedo seguir viviendo mi vida de lado, como si el lugar que ocupo en este mundo fuera prestado, de alguien más que no fuera yo. Como vivir metido en un resquicio, en un espacio muy pequeño que no me permite voltear ni moverme libremente hacia ninguna parte, sin apenas atreverme a asomar la cabeza para no molestar a nadie. Así me siento desde hace mucho tiempo, años quizá, fuera de lugar, instalado en el sitio equivocado. Resulta frustrante vivir de este modo. Antes no pensaba tanto en ello, seguramente era más inconsciente. A lo mejor también ahora; pero sentirme desubicado me pega más que antes. El calor de la familia, los libros, mi trabajo, me reconfortan un tanto. También escribir, aunque lo haga esporádicamente”.
Hace una pausa y relee lo escrito. Sabe que es verdad lo que aparece en esas pocas líneas, pero no quiere reconocerlo. Lo que debe hacer es irse a dormir o no será capaz de levantarse con tiempo suficiente para llegar al trabajo.
No, no quiere dormir. De repente, sin saber de dónde, le llegan a la mente frases sueltas que no desea dejar escapar. Toma de nuevo el bolígrafo y anota:
Mi casa es grande,
muy grande para mi soledad.
Tiene también un jardín grande,
con dos o tres árboles que se alzan tan solitarios como yo.
La sala, que no deja de ser enorme,
se queda de igual forma rumiando su soledad
cuando no la habito.
Sentado a la mesa del comedor, éste,
con una pena grande,
me mira comer solo, como un perro.
¿Por qué ha escrito eso? ¿De verdad se encuentra tan solo, que para saberlo tiene que ser a través de frases desvaídas atrapadas casi al azar en una madrugada fría?
Intenta reescribir:
Mi casa es grande, muy grande para mi soledad. Mi jardín también es grande; lo adornan algunas plantas mustias y descoloridas. Al centro, un árbol grande se levanta hosco y solitario como yo.
Lo escrito le disgusta; así que lo tacha todo. Piensa: Las ideas, las palabras, no aparecen suavemente como debieran. Se atoran a cada momento sin dejarse consentir. Quizá en otro momento se encuentren más dóciles y se dejen llevar.
Miguel abandona el cuaderno de notas. ¿Podrá dormir ahora?... Resignado, regresa a la cama. En la casa todos duermen. Suspira largamente; desconoce si la llegada del día, le deparará algo mejor. Cierra los ojos. Es entonces cuando percibe con infinita amargura, el verdadero peso de su soledad.
|