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En su conocida canción “Cada loco con su tema”, Joan Manuel Serrat declaraba preferir el lunar de la cara de su novia a la pinacoteca nacional. Un juicio apresurado podría llevarnos a considerar esta afirmación como un auténtico disparate, pero, a poco que la analicemos, su veracidad y su razón de ser nos resultarán evidentes. Es cierto que no estamos hablando de una pinacoteca cualquiera, sino de la pinacoteca nacional, del Museo del Prado, de una de las principales colecciones de arte del mundo, si no la principal. Pero contemplemos de cerca el otro término de la comparación. Contemplemos de cerca el lunar. No se trata tampoco de un lunar cualquiera, sino del lunar de su novia. Aún siendo por completo desconocedores de quien era su novia a la sazón y, por tanto, de cuales eran sus hipotéticos encantos físicos, no creemos andar muy descaminados si afirmamos que, a ojos del propio Serrat, ella representaba la mismísima encarnación de la belleza. ¡Por eso era su novia! Por tanto, no sólo su lunar era sin duda mucho más hermoso que la pinacoteca nacional: cualquier otra parte de su cuerpo también lo era. ¡Hasta sus manchas de acné, si las tuviera! No creemos, en consecuencia, que Serrat exagerara lo más mínimo cuando alababa la mencionada deformación cutánea.

En conclusión, cada individuo tiene sus propios gustos artísticos, que son personales e intransferibles. No existen criterios de belleza validos para todo el mundo. Y, al ser la apreciación de la belleza, y por tanto del arte, una cuestión subjetiva, es imposible trazar de forma nítida las lindes entre los distintos grados de calidad artística, e incluso la frontera entre lo que puede y lo que no puede ser considerado arte. Pero ello no quiere decir que dichas lindes y dicha frontera no existan en absoluto. Al menos, para la gran mayoría. Siguiendo con el ejemplo anterior, son sus muy específicas circunstancias personales las que determinan las apreciaciones estéticas de Serrat, pero incluso su propia novia preferirá con mucho visitar el Museo del Prado a observar su propio lunar (otra cosa entraría de lleno en el campo de la patología). A menudo se forman largas colas de turistas en las inmediaciones del Museo del Prado ante la exposición temporal de turno: El Bosco, Velázquez, Durero etc. Sin embargo, sería completamente inimaginable, por mucha fantasía que le echemos al asunto y aunque el espectáculo tuviera carácter gratuito, que se formara cola alguna para contemplar el lunar facial de la novia de Serrat.

De esta manera, es difícil decir, por ejemplo: “éste es el lago más bonito del mundo”. Lo bonito no es una cualidad verificable, ni tangible ni cuantificable. A algunos les gustará más uno y a otros les gustará más otro. Pero cualquiera que lo haya visto (aunque no haya visto todos los demás), cualquiera que se haya maravillado ante sus aguas azules y sus atardeceres de nubes juguetonas, cualquiera que haya visitado sus encantadores pueblos y se haya extasiado ante la contemplación de sus tres volcanes y su coqueto Cerro del Oro le dará la razón a Aldus Huxley cuando afirmó que “el lago Atitlán es el lago más bonito del mundo”. O pensará que, si no estaba en lo cierto, poco le podía faltar.

El caso es que estaba yo visitando una mañana el pueblo de San Juan de la Laguna, a orillas del Lago Atitlán, famoso por sus buenas y numerosas galerías de arte, en las que exponen pintores locales y de otros pueblos de la comarca. La mayoría de estos artistas poseen una portentosa imaginación y una técnica depurada, transmitida de padres a hijos. Además de recrearme paseando por sus calles y charlando con sus gentes, había otro motivo que me había llevado a San Juan: todo apuntaba a que la técnica pictórica denominada “a vista de pájaro” había surgido en algún pueblo del lago y me proponía dilucidar su origen exacto preguntándoselo a los galeristas. ¿Quién, si no ellos, iba saberlo? Los cuadros “a vista de pájaro”, muy típicos en toda Guatemala, representan escenas populares contempladas desde el aire. Son pinturas muy originales y su propia perspectiva cenital hace que suelan ser muy coloridos y alegres. Tal es el caso de los habituales cuadros de mercados callejeros, en los que los sombreros de los caballeros alternan con los peinados de las señoras, y unos y otros con las imágenes de piñas, sandías y papayas abiertas de par en par.

En la primera galería que entré no dudaron lo más mínimo: Fermín González. Ése era el nombre que yo buscaba. Fermín González, natural del cercano pueblo de San Pedro de la Laguna, había tenido la feliz ocurrencia mientras planeaba en paracaídas durante sus operaciones con el ejército guatemalteco. En la siguiente galería tampoco tenían dudas. Pero las mías empezaron. Felipe, que exponía, entre otros, sus propios cuadros (de una gran calidad), me contó que hubo un tiempo en que trabajó en San Francisco, en el taller de un pintor estadounidense, en condiciones casi de explotación: su salario era de 100 dólares al día y su jefe vendía sus cuadros, que firmaba otro pintor de más renombre, por 8000 dólares. Habida cuenta de que solía pintar unos cuatro cuadros al mes, la estafa resulta más que evidente. Pero, por lo que me comentó, no fueron esas humillantes cláusulas laborales las que le empujaron a dejar su trabajo, sino el hecho de que llegó un día en el que dejó de recibir salario alguno. Y, según pasaban los meses, sólo recibía promesas de pago, pero no pagos como tal. Ni un solo dólar. Finalmente, hizo su maleta y regresó a su Guatemala natal, a su querido lago Atitlán. Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Según Felipe, el creador de los cuadros “a vista de pájaro” no era un pintor del lago Atitlán, ni siquiera un pintor guatemalteco, sino un pintor mexicano a quien conoció durante una exposición conjunta en Chicago. Al parecer este artista mexicano, cuyo nombre no recordaba, tuvo la feliz ocurrencia mientras contemplaba desde lo alto de una torre a unos jóvenes bailar alegremente al son de una música pachanguera. Entré en la siguiente galería resuelto a deshacer el empate. Sin embargo, el dueño de la misma no hizo sino acrecentar mi confusión. Según él, el creador que buscaba era ni más ni menos que su mujer, Ángela Quic, la cual tuvo la feliz ocurrencia después de observar fotos suyas tomadas desde lo alto de un volcán. En la siguiente galería se añadió un nuevo candidato a mi lista: el pintor ya fallecido Gilberto Antonio, cuya imagen con la camiseta de Los Angeles Lakers aparecía en un lugar preferente de la tienda. Al parecer Gilberto tuvo la feliz ocurrencia subido a un árbol, mientras contemplaba a sus hermanos recogiendo café. Cuando ya estaba a punto de dar por concluido mi periplo y tomar la lancha de vuelta, me di cuenta de que había una galería, justo al lado del puerto, cuya existencia me había pasado desapercibida. La chica que la atendía mencionó de nuevo a Fermín González, el cual, según ella, ya había colgado los pinceles y llevaba una vida bohemia y alejada del mundanal ruido, por lo que, dijo con gran sentido del humor, en la actualidad todos los pintores de Guatemala, menos él, se dedicaban a la pintura “a vista de pájaro”.

Durante mi exhaustiva investigación, sólo el nombre de Fermín González apareció mencionado dos veces. Quizá se trate, pues, del artista que buscaba. Pero albergo mis dudas. No creo que el asunto pueda dilucidarse simplemente por una cuestión estadística. Y, menos, por una mayoría tan exigua. A mí personalmente (aunque sea sólo por el plus de credibilidad que le confiere el hecho contarme con tanto detalle sus experiencias en el país al norte de Río Grande) me parece que la hipótesis más verosímil es la de Felipe: que el creador de la mencionada técnica fue un pintor mexicano. Que cada lector saque sus propias conclusiones. Y, si tiene tiempo y ganas, puede entretenerse navegando en las procelosas aguas de Internet. O, en lugar de quedarse con la hipótesis más razonable, puede escoger la que le resulte más atractiva. Incluso puede inventarse su propia hipótesis. En la película “El hombre que mató a Liberty Valance” se afirma que, entre la realidad y la leyenda, es mejor quedarse la leyenda. El problema es que aquí todo parece leyenda.

Texto agregado el 23-10-2016, y leído por 217 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-11-2016 A si! El apodo de Recinos era "Macho Loco". za-lac-fay33
16-11-2016 Por casualidad viste alhuna de las pinturas de Efraín Recinos (QEPD)? Yo vi una de sus pinturas cuando el aun era estudiante de secundaria de famosos gueereros de la Historia contemplando la explosion de la bomba atómica. Solo una de muchas pero la que mas recuerdo. Atitlan? Bello en verdad y tu relato:excelente. za-lac-fay33
 
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