Desde la tranquera hasta la casa, caminás alrededor de una cuadra y media. Tenés dos opciones: ir por la huella de los vehículos o por el sendero lindante al campo vecino. Sé muy bien que preferís el sendero. Él te da la oportunidad de verla y enterarte si ya está en flor; comprobar si alguna de sus flores se transformó en fruto. El sendero te asegura el encuentro con ella: la Opuntia Ficus-Indica. Te gusta llamarla así aunque sabés que su nombre es higo tuna.
Tu familia dice que sus frutos se comen y son dulces, pero jamás los probaron porque están protegidos con espinas. Toda ella está cubierta de espinas: no solo sobre sus frutos sino también en la superficie de sus gruesas hojas con forma de paleta. En definitiva, cuesta tanto trabajo llegar a la sabrosa pulpa, que prefieren ignorarla por completo. Saben que está ahí, no la olvidan: aislada, ignorada y sin valor. A pesar de sus flores blancas y pulcras y sus frutos jugosos, dulzones, no inspira jamás una exclamación que la elogie. Pensás que esa situación de la tuna fue la que te llevó a sentir afecto por ella.
Te gusta sentarte a su lado con precaución, a una distancia prudente de sus espinas. Luego, despacio te sacás la máscara que usás en la calle. Buscás en tu bolso, la de hija y te la colocás cuidadosamente. Guardás –desde pequeña- una colección de máscaras adecuadas a las distintas situaciones: la de alumna estudiosa, de amiga leal, de novia amorosa, de amante esquiva, de hija simuladora Tantas otras más. Jamás probaste andar sin ellas. Pensás que tenés mucho en común con la Opuntia Ficus Indica; sabés florecer cuando te enamorás, tu ternura, tus besos y caricias son como frutos deliciosos. Pero, al igual que ella, cuando te sentís agredida te brotan espinas en defensa propia. Ya ni podrías decir si las máscaras son para protegerte, para tener un refugio tras ellas o para que no te conozcan.
Cada novio que tenés, recibe tu invitación a encontrarse en las cercanías de la tuna. Es el lugar elegido para disfrutar de la intimidad. Ahí le ofrecés el despliegue generoso de tus afectos y el deleite de tus dones. También le ocultás la insidia de tus espinas. Los novios retoñan al ritmo de las estaciones. Se estrenan en primavera y siguen su curso indefectible hasta la próxima estación; en verano, en otoño y en invierno.
En los primeros días de septiembre tu corazón se alborotó. Le diste cita al que podría llegar a ser el novio de primavera. Le indicaste cómo encontrarte, a la hora de la siesta, junto a la tuna. Le informaste que estarías esperándolo, mientras leías La Metamorfosis de Kafka, Más o menos a la hora acordada, el novio llegará, su paso será firme: seguro de sí mismo y de su ele¬gante aspecto. Lo mirarás sonriente y confiada en que vea tus frutos tempranos y lo seduzca tu aroma o el color. Pero nada de eso pasará. Él dará vueltas a tu alrededor, cuidadoso de no rozar las espinas. Notarás que te elude sin verte. Aguardará, caminando hacia un lado y otro, casi un cuarto de hora. Luego, con un gesto malhumorado explotará:
– ¡A mí no me hace esperar nadie y… menos esta mujer!
Sorprendida y humillada -sin saber por qué- lo verás alejarse
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