Fin despertó boca abajo, con la garganta irritada y los labios resecos. Apenas pudo tragar algo de saliva. Trató de hablarse a sí mismo, pero las palabras se le secaban en la boca. Intentó incorporarse, pero el vértigo lo tumbó de nuevo sobre la alfombra. Abrió lentamente los ojos, hasta donde el dolor de cabeza se lo permitía. No pudo distinguir el techo, una espesa nube de humo flotaba sobre la habitación. Miró hacia la ventana, una luz grisácea iluminaba tenuemente el lugar, no sabía si aquella luz anunciaba el crepúsculo o pertenecía al amanecer. De pronto, escuchó que alguien jalaba la palanca del baño, sintió que su cerebro se iba por el desagüe.

—¡Por fin reaccionas maldito junkie! — dijo una voz, que Fin sintió como de sargento encabronado—. ¡Mira este lugar, parece un maldito basurero!

Fin logró incorporarse con dificultad y se dio cuenta que efectivamente, el lugar parecía un basurero. Había discos rotos y libros deshojados por todo el piso, latas vacías de cerveza sobre la tarja, versos de Keats escritos en las paredes con esmalte de uñas y una botella de whisky barato incrustada en la pantalla de la tv. Un poster de The Sick, firmado por toda la banda, humeaba en una esquina. La mirada de Fin se detuvo en el rostro de su amigo Bass, cuya pinta encajaba perfectamente con el estado de la habitación.

—¿Terminaste de escribir esa canción? — dijo Bass frunciendo las cejas y señalando con la mano abierta un pequeño escritorio al fondo de la habitación, cubierto por decenas de hojas llenas de jeroglíficos indescifrables.

—Dame un trago—dijo Fin sosteniéndose la cabeza que le pesaba cien kilos—. Necesito alivianarme.

Bass buscó por todos lados sin encontrar una gota de alcohol. Registró sus bolsillos y sacó una cajetilla de cigarros, encendió uno y guardó el resto sin ofrecerle a Fin. Abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco y ayudó a su amigo a ponerse de pie.

—Te bebiste todo lo que había—dijo Bass—. Ahora sólo hay agua. Si no terminamos esa canción, no podremos tocar mañana. Me están dando ganas de presentar la rola que yo escribí.

—¡Estás loco! —exclamó Fin con una voz cavernosa—. Apenas sabes escribir tu nombre y ya quieres hacer música.

—Yo creo que a la banda le gustaría mi rola—dijo Bass sin estar muy convencido.

—¡Me importa un pito la banda! — gritó Fin empujando a su amigo hacia la puerta—. Tú dedícate a aprender a tocar el bajo, que ni para eso sirves. No sabes nada de música. Si de ti dependiera, tocaríamos pura bazofia. Venderías tu cuerpo con tal de ganar unos cuantos pesos. ¡Lárgate de aquí maldita rata vendida!

Sin pensarlo, Bass cerró el puño y con todas sus fuerzas soltó un derechazo directo a la mandíbula de su amigo. Fin cayó como un costal sobre su Fender Stratocaster, de medio uso. La sangre brotó de su boca y comenzó a chorrear sobre las cuerdas de la guitarra. El golpe lo alivianó de su embriaguez. Se sintió más lúcido, más despierto. Sujetó el mástil con ambas manos, y en un solo movimiento se incorporó para descargar todo el peso de la guitarra sobre el rostro de su amigo. Bass cayó casi inconsciente, quedó tendido boca abajo, respirando con dificultad. El golpe fue tan seco, que varias astillas brotaron de la Fender, esparciéndose por la habitación. Fin quedó de pie en el centro, respirando agitadamente. Alguien golpeó a la puerta, Fin no se movió, tocaron con más insistencia, pero él seguía inmóvil, concentrado en algún pensamiento furtivo. Pasaron algunos minutos y por fin salió de su letargo. Se dirigió a su enorme armario, tomó un estuche y sacó su guitarra acústica. Estaba casi nueva, era la que más le gustaba. Comenzó a tocar con fluidez, con cadencia, con un ritmo que jamás había sentido.

“Será un gran éxito”, pensó Fin, mientras rasgaba el acorde final.