El martes caminé tranquilamente hacia el restaurante que queda a dos bloques de mi casa. Al entrar por el portón, contra mi rostro se estrelló el aliento, con cebada, lupus y alcohol, de un par de señores de edad madura que conversaban llenando el lugar con su vozarrón.

— ¡Ese partido fue una estafa completa!
— No lo dudo, compadrito.

Pedí un lomo saltado para llevar a casa y comer allí en paz, el fútbol no es lo mío. No los iba a soportar.

— ¡Esa criatura era una belleza, en serio te lo digo, que niña tan bonita!

Me llamó la atención cómo el borracho camina sin dirección en una conversación, saltó del juego a hablar de una pequeña niña. Escuché mientras me servían. El arroz, la carne, la papa, el tomate, la cebolla.

— ¿Viste su rostro? Era realmente una belleza— El hombre se tapó el rostro con las manos y oí un pequeño sollozo.
—La verdad que no me acuerdo, compadre— Comencé a pensar que el otro era una especie de pedófilo o algo por el estilo.
— ¡Cómo no te vas a acordar de su rostro, tan bonito que era, carajo! En el ataúd parecía un angelito de Dios.
—Qué pena, compadre. No pude verla por mucho tiempo.

Ya me habían terminado de servir, la señora llenaba de refresco helado una bolsa para mí. La pena me estaba inundando y de cortas frases me había enterado de cosas terribles.

— ¡Malditos hijos de puta! ¡Cómo le van a hacer eso a una pobre criatura como ella, carajo!
—Así vamos, compadre. Así de mal vamos.

El enérgico ya estaba llorando, pues así son los borrachos de sentimientos añejos.

Me alejaba, desconcertado. Hasta me hice la misma pregunta: “¿Qué clase de hijo de puta ignora la inocencia y belleza de una pequeña criatura?”. “Así de mal vamos, compadre”, me contesté.

Llegué a casa y comencé a comer. Me hubiera gustado quedarme a escuchar un rato más, aunque tal vez el borracho ya cambió de tema y ya dejó de llorar. “Buen provecho”, dije.