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“—Como, ya sabe, si estuviese en medio de una nebulosa
en la cual sólo el aquí y el ahora estuviesen descritos de
forma completa, no así el pasado o el futuro que se mantienen
neblinosos. Extraño como, ya sabe, hablar sin saber qué hablo,
referirme a mí sin saber quién-cómo-qué soy,
y eso de charlar con extraños como si
los conociera...”
—“Sin Título. Primer Compilado de Estulticias” –Cyrus Vance-Owen.


La Ciudad Doliente

I. “Diálogos de Niebla”

Las tímidas figuras se alejaban. El espectro las aterrorizaba de tal manera que las figuras parecían querer hasta salirse de sus mismísimas formas o cuerpos con tal de alejarse del espíritu grisáceo que tanto ansiaba envolverlas en sus brazos de helor.
La lluvia, ciertamente, ahuyenta a los objetos de mundo, que comienzan a volverse borrosos y pierden su brillo y fulgor característicos, pues huyen del agua fría que cae de los cielos, se escapan de sus formas de mundo y se recogen en sus existencias eternas sólo para evadir las lanzas de verdad que caen del cielo y las mojan de realidad.
La Ciudad... ¿No parece a ratos una enorme bruma acumulada en un agujero sin fin? ¿No está escapando la ciudad, al igual que los objetos de mundo, de la lluvia de la realidad y por ello se torna grisácea y opaca?. Da nauseas pensar en ello: toda la gran ciudad una bruma de irrealidad... una idea repulsivamente cierta y bella quizás. Sí.

Me parece siempre haber estado, a lo largo de toda mi vida, en un funeral. Gran parte de mis días viviendo me los he pasado asistiendo y estando en los entierros de otros. Lo cierto es que no es nada triste... es más bien algo que siento que debo hacer; cada vez que voy a un entierro se inicia en mí un proceso de asimilación entre la vida y lña muerte; ambas llegan a revelárseme en su oquedad sin fundamentos, y me doy cuenta cada vez más de que a cada instante realizo mi muerte un poco más, a cada instante me hago más cerca de la nada.
Sigo en el funeral. No estaría dispuesto a estar de pie cerca de dos o más horas, bajo la lluvia torrencial de un día martes por la mañana o escuchando el sermón de un sacerdote decrépito, al lado de gente horriblemente mediocre, de no ser porque, precisamente, adoro todas estas cosas.
Me he ido acostumbrando a pasar mi vida así. Puedo enorgullecerme de haber estado más con la gente en el silencio que hablándole sin cesar. Quizás me haya hecho una persona excéntrica. Todos me encuentran algo anormal, que mientras la gente conversa entre sí yo tiendo a conversar conmigo mismo. Cuando he decidido escribir algo, generalmente, ni yo mismo entiendo qué significan las imágenes que estallan en mi mente. Por eso me abandono cada vez más a simplemente vivir.

La lluvia me aplastaba la cabeza, proyectando mi mirada al suelo, no pudiendo despegar mis ojos de aquellas piedras. Aquellas Piedras...
—Señor ¿Se encuentra bien? —un pariente quizás. O tal vez un completo desconocido. Aunque ambas cosas pueden llegar a complementarse con relativa facilidad. Insignificante en todo caso. ¿Debería bajar mi mirada de nuevas alturas a esta depresión del terreno de la humanidad?
—Claro que estoy bien ¿Qué le hace pensar lo contrario? —mi primer error: cierta cordialidad ante estos hijos de las calles barridas por el silencio de la insignificancia.
—Bueno, porque se le han caído los iris en aquellas piedras y ahora se atan a éstas como si no tuviesen nada más en el Universo. Me muerden la tristeza... recójalas por favor.
—¿Quién se cree? —tomé mis iris. En efecto estaban aferrados con inusitada fuerza a las piedras húmedas, pro logré reincorporarlas a mis globos oculares. Qué vergüenza para con aquel hombre. ¿Le habré destrozado el día?. “Me muerden la tristeza”... su tristeza muerda, a la vez, la mía. ¿Todo es tan triste como esta casualidad?
—La verdad, me entristece todo este funeral. ¿Sabe? He asistido a funerales toda mi vida, y los encuentro “adorables”, si me permite el uso de esta expresión. Todos los elementos que los componen son dignos de provocar en cualquiera un sentimiento de catarsis renovadora. Pero éste funeral... la verdad me deja cierta sensación pastosa de tedio, y luego de angustia, en lo hondo de la garganta. Como tener sangre en la garganta, mezclada con flema, tragarla ineludiblemente por la posición en la que se encuentra...
(Vaya pensamientos)
—¿Nos conocemos? —¿Cómo puede parecerse tanto a mí? Estaba comenzando a sentir lo mismo que él describió. Nos parecemos. Acaso seamos iguales. Me gustan las igualdades.
—No lo creo.
—¿Por qué está usted aquí? ¿Amigo? ¿Familiar lejano? ¿Amante quizás?
—Ninguna de las mencionadas —mira el pasto mojado, el terreno enlodado, sus botas manchadas, mis botas igualmente manchada, y mi mano sosteniendo un tímido paraguas negro—. Pasaba, simplemente, por este lugar de tristeza prefabricada.
—Lo cual me parece aún más triste...
—¿Desea salirse de esta porquería?
—No lo hubiese podido calificar de mejor forma. Vámonos —putrefacción vieja a nuestras espaldas. Gran y Nueva putrefacción soplando nuestras frentes. La Ciudad aletea y mis ojos rechinan ya por probar sus movimientos cadenciosos, de prostituta apuñalada. ¿Qué es lo viejo y que es lo nuevo? El hombre y luego la Ciudad, respectivamente. Pero ya no más. Mientras el hombre está lánguido, la Ciudad se revuelca tanto como un recién nacido. Acaso se está descubriendo a sí misma. Lo pagaremos caro.

—Usted tiene una visión muy particular de las cosas, ¿sabe?. Me deja, de alguna forma, anonadado —mi voz se me resbala apenas choca con mis labios llorosos. ¿Es tan fuerte el torrente que forma la saliva de mis ideas corporizadas?
—No. Usted no se sorprende por lo excéntrico de mi pensar —lo noto en su mirada—, no lo ha tomado así. Muy por el contrario, usted se sorprende porque coincide con precisión asombrosa con sus ideas.
—Sí. La verdad, sí. Tiene toda la razón.
—¿Dónde desea ir?
—¿Ha visto usted alguna vez la ciudad desde “el cerro”?
—Un par de veces, sí.
—Allá iremos —los pasos despejan las nubes que besan el asfalto; el río de los automóviles me envuelve la cabeza: mi propia corona de espinas. Allá las personas: ¿Será cierto? ¿Se deshacen en corpúsculos que luego nos ciegan los ojos y nos enmudecen?

Es raro, la verdad, pero ya me ha sucedido tantas veces que comienzo a aceptarlo como un sino: el encontrarme con gentes extrañas que me hacen replantearme mi soledad en el mundo, el sentimiento solipsista de creerme el único en todo el planeta que posee esta verdad, además —esto es aún más extraño— me hacen olvidarme tanto de mi nombre como de mi pasado. Siempre que me han tocado estos encuentros me hago más feliz por la certeza del nombre que les puse: “diálogos de niebla”.

Me preguntaba hace cuánto tiempo que no venía al cerro. Un par de meses quizás o acaso dos años. Estas materias no importarían de no haber sido porque hace año y medio, la última vez que estuve aquí, tuve un diálogo de niebla.
“—Buenos días. La verdad, usted sueña con caerse de su empíreo y rebelarse contra su fundamento, ¿no? —la voz de la bruma es inconfundible. Es la única que logra confundirse con lo circunvalante.
—Buenos días. Me parece extraña su actitud, no obstante, no haré hincapié en ello. Paso a responderle, simplemente: no dista usted, en verdad, de alcanzar mi realidad solitaria. ¿Es que no buscamos todos caer de nuestros paraísos? ¿No se auto flagela plácidamente el hombre?
—Puede que sea así. Lo cierto, en todo caso, es que —¡mire bien!— se desprenden cabellos de la luna. ¡Mire cómo aquel reposa en sus pestañas! ¿No le pesan estas hebras de luz argentina?... ¿No le molesta sentirse recipiente de esta suerte de semilla de un satélite estéril?
—¿Por qué habría de molestarme? —las flores se me han caído del vientre. ¿Por qué se escapan las nubes de mi mirada de desesperación? Siguen chocando los ecos. Sin cesar; Sin cesar.”

Ya hemos llegado; sé que el pasado se detendrá en unos instantes. Cuando uno de los dos hable o diga cualquier cosa, dejaremos de pensar con seriedad en lo que pasó o pasará... sólo comenzarán a importarnos de forma inconsciente, es decir, en cuanto en nuestra conversación utilizaremos las posibilidades que nos hace factible nuestro pasado no elegido, y nuestro futuro, en cuanto nuestra propia conversación lo estará formando y determinando... pero todo esto desde el sagrado momento del presente, en el que nos realizamos en el momento de hablar. Pero, ¿Es todo lo que digo una...?
—¿Ves? Es inevitable fluir. Lo tenemos incorporado desde que nacemos —ha comenzado él. Me hubiese resultado imposible salir de mi turbación. “gracias”—... Incluso en este mismo instante te ayudo a bien fluir... he detenido tus soliloquios y reflexiones con tu ser-para-ti con el motivo de reincorporarte al mundo en el cual se interactúa sin cesar: Siempre se tiene algo que trocar... aún la oquedad es elemento digno del intercambio. Somos seres vacuos en el ahora, en cuanto nuestra función esencial es entregar. El recibir no tiene mucha cabida “ahora”.
—En algo parecido pensaba.
—Hasta que te interrumpí.
—Quizás hasta que el mundo que había desconectado de mi ser, volvió a ser y a volverse el “medio” de éste.
—Eso es bastante interesante...
—¿Le importaría...?
—¿Qué? —pregunta sobresaltada. Se pone nervioso. Parece dar un estallido de nervios, aunque silencioso. Mudo.
—¿Le importaría correrse cinco pasos a su izquierda? Hay cierta ave que busca aquel pináculo grisáceo.
—¿ve? Ya ha sucumbido usted ante esos pétalos que ha teñido de su sangre y de la de los otros. Qué terrible engañarse.
—Siga caminando. No se detenga: cuando se detenga le llegará el cansancio y se arrepentirá de haberse detenido sólo para apercibirse de su fatiga. Siga caminando y no se detenga nunca. No pare – no piense – no descanse su cansancio – Roma era bella ciudad – esto no es una ciudad – hállase usted en las tres torres de las diez mil palabras – contando los escapes de las banderas congeladas – sí, mire atrás y declare su insania - ¿no es una audiencia? – atestigüe a favor del nuevo burgo – siga andando y no se detenga – o debo decir...
—¡Cómo se engaña y se llena la basura de bocas! —grita y rompe mi caída de copos de nieve. Copas de sol. Cepas de nuevos ríos.
—Así como lo dije antes, lo diré ahora: Engañarse no está mal, en cuanto uno llegue a creer en el engaño.
—Pero uno tampoco llega a “creer” en la verdad.
—¿Cómo? ¿Ejemplos...?
—¿Está usted plenamente conciente de la vastedad del Universo y de la insignificancia de nuestro mundo cada segundo del endemoniado día?
—No, claro que n...
—¿ve? No lo cree realmente. Esa es una idea que está en usted, y no, precisamente, una idea en la que usted esté.
—Dígame: ¿Ha visto florecerse?
—Sí. Cinco veces, con precisión total. ¿Y usted?
—Una.
—¡Es un prodigio! —exaltación—. Me arrodillaría ante usted de poder hacerlo, pero se da que...
—Hace año y medio le dispararon en la rodilla por accidente, ¿no?.
—Sí —calma – silencio – viento calmo – nuevamente silencio – otra vez miradas – más flujo de tiempo – más vuelo de horizontes de palabras no soltadas – represión – ¿estallido? —. ¿Empieza a deducir qué somos?
—Desde hace mucho a decir vedad. Gracias.

—¿Está familiarizado con el término ‘Ciudad Doliente’?
—En algún lugar lo he oído... seguramente “leído” sea más acertado.
—Le diré entonces: Canto Tercero del Infierno (“La Divina Comedia” de Dante): “Por mí se va a la ciudad doliente, por mí se va al eterno dolor, por mí se va con la perdida gente”.

(continuará...)

Texto agregado el 23-05-2003, y leído por 269 visitantes. (0 votos)


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