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“Cuarenta años combatiendo demonios en cualquiera hacen mella” – Pensaba el padre Damián mientras se observaba en el espejo del baño. Del bolsillo interior de su saco extrajo una pequeña ánfora de acero y bebió un largo trago de mezcal.

Se enjuagó la cara y con las manos húmedas alisó sus cabellos.

-- Ya no es lo mismo, este diablo es un imbécil, antes en dos patadas lo hubiera sacado del muchacho.-- En su monólogo el sacerdote reflejaba las dificultades que últimamente enfrentaba para realizar su labor.

Tras ocho horas ininterrumpidas tratando de exorcizar un demonio menor en un muchacho de catorce años, el cura había concluido las labores por el día. Frente al espejo en el baño adyacente a la habitación donde se realizaba el ritual, continuaba con su reflexión.

-- Maldito Acham, no quiere salir. Antes bastaba tentarlo con un pan y ya lo tendría fuera. Algo pasa que ya no estoy pudiendo.

-- Son los nuevos tiempos, tanta maldad en el mundo, la pérdida de los valores por los jóvenes, eso es lo que fortalece a los demonios.

En su soliloquio, utilizaba estos argumentos para tratar de justificar lo que para él era evidente, pero que temía reconocer. Estaba perdiendo la fe.

El padre Damián de la Cuesta, exorcista no reconocido por El Vaticano, había consagrado su vida a combatir a los demonios; en ocasiones el obispo le había asignado casos, extraoficialmente, de posesiones múltiples o de demonios de alta jerarquía que los exorcistas oficiales no podían o no querían manejar. Todos los casos los resolvió con éxito, pero se estaba cansando.

Se estaba cansando de que las victorias fueran efímeras, sacar un ente demoniaco de un cuerpo, no significaba destruirlo, solo se le removía del poseso. Pero eso no implica que la posesión no vuelva a ocurrir en el futuro, como tampoco implica que el ente no vaya a poseer a otra persona al momento que abandona a la actual.

El padre Damián solía decir que se sentía como el policía que atrapa al ladrón, solo para que el juez lo libere al día siguiente y vuelva a delinquir.

Frustrado, exhausto y enfrentando una crisis de fe, el sacerdote se retiró a sus habitaciones para abocarse a lo único que actualmente le ofrecía consuelo; el alcohol. Ingresó a su recámara y sin encender la luz se dirigió al sillón, al paso agarró una botella de mezcal que estaba sobre la mesa e inició su ritual nocturno, beber y cuestionar a Dios.

Alrededor de las tres de la mañana, todavía en el sillón, con la cabeza apoyada en el pecho, el padre Damián se quedó dormido. La botella vacía cayó de su mano, rodando hasta quedar bajo la cama y reunirse con las demás.

Sentado sobre una manta, el padre De la Cuesta, disfrutaba del calor del sol otoñal que resplandecía sobre la pradera; armado con una botella de vino y una hogaza de pan, el sacerdote se entretenía observando a un pequeño niño que trataba de meter un conejo dentro de su canasta. El pequeño gritaba al conejo para hacerlo entrar a la canasta, lo injuriaba e incluso amenazaba con violentarlo si no seguía sus instrucciones. El conejo aterrorizado se encogía sin moverse.

Cuando la escena parecía que iba a tomar tintes de violencia, se levantó de la manta y se acercó al niño. Sonriendo le explicó que los gritos y la violencia no eran los medios para resolver las cosas, que se logran mejores resultados con buenos tratos. Pacientemente trataba de enseñar al pequeño que todos respondemos mejor al amor que al odio y al maltrato.

Tomando al conejo entre sus brazos y acunándolo sobre su regazo, el infante levantó la cabeza y viendo al padre a los ojos le preguntó:

-- Y entonces, ¿Por qué no practicas en tus rituales lo que aquí estás predicando?

Sobresaltado, el cura se despertó. Un penetrante dolor de cabeza martillaba sus sienes, tenía la boca seca y el cuerpo adolorido por dormir sentado sobre el sillón.

“¿Por qué no practicas lo que predicas?” – pensó, recordando el sueño.

En ese momento sonó una voz en su cabeza:

“Ama a tu prójimo como a ti mismo. La Ley del Amor, esa es la base de nuestra doctrina.”

Al instante entendió que su forma de proceder era errónea, que por años estuvo tratando de vencer odio con odio, que solo el amor puede vencer al odio.

Del bolsillo del pantalón sacó su celular e inmediatamente le marcó al joven seminarista que lo asistía.

-- Prepara todo, voy para allá.

Y así como estaba, sudoroso, sin bañar, con la ropa del día anterior; el padre Damián de la Cuesta, exorcista no reconocido por El Vaticano, que por cuarenta años había equivocado su estrategia para combatir a los demonios, se encaminó a enfrentar al mal con bien, al odio con amor.

FIN

© migueltr@yahoo.com
Octubre 2016, Monterrey, México.

Texto agregado el 18-10-2016, y leído por 165 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-10-2016 Buenísimo ********** grilo
18-10-2016 Tu historia se aparta de la temática usual en estos lares (si es que existe alguna) y nos encamina por senderos poco explorados. Bien escrito, el texto nos confronta con el eterno Newton, acción y reacción. Amor que genera amor y violencia que devuelve violencia. Apartándonos del escrito, se me hace cuesta arriba considerar cómo se pueda amar al Mal, pero como posibilidad filosófica se vislumbra interesante. -ZEPOL
 
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