(A Mingola Patrone quien en la primaria me apodaba Atila.)
Soy Atila, rey de los hunos. Estoy en posesión de una espada divina y es ella la que me da autoridad sobre mis cuatrocientos mil guerreros acampados a orillas del Mar Caspio. Nací en Panonia. Tuve un hermano llamado Bleda, con el cual debía compartir el trono pero nos trabamos en lucha, le di muerte y quedé como único jefe de mi pueblo. Supe sacar provecho de la división del Imperio Romano, tuve el deseo de casarme con Honoria, hermana del Emperador Romano de Occidente y le pedí su mano pero éste me la negó y esto me llenó de resentimiento y furor contra él.
Los romanos me llamaban "bárbaro". No me molestaba ya que ellos daban este nombre a los extranjeros que no estaban sujetos a la Ley Romana. En su momento, Aníbal también lo había sido. Pero había algo que me agradaba muchísimo y era que me llamaran "El azote de Dios".
El río Istro corre como a unos trescientos kilómetros del Mare Superum y sobre este rectángulo, la presión que ejercimos los bárbaros fue mayor que en parte alguna.
Me tocó actuar en el siglo V. Conseguí amedrentar a Teodosio II, el Emperador Romano de Oriente que reinaba en Constantinopla tanto como quise y él se libró de mí mediante el pago de tributo. Pese a mi condición de hombre sanguinario, fui capaz de amar. De otro modo, no le hubiera pedido al emperador Valentiniano III que me diera por esposa a su hermana.
Mi furor no pareció extinguirse ante el desaire del cual me hizo víctima. Una gran cantidad de ciudades y aldeas fueron entregadas a las llamas y al saqueo. Donde pisaba mi caballo, no crecía más la hierba.
Los romanos sintieron la necesidad de contener mi irrupción barbárica. Yo tenía conocimiento de que ellos contaban con un experimentado militar: el General Aecio. En la ciudad de Metz puse fuego a sus murallas, penetré en Germania hasta la Selva Negra. Mi objetivo era invadir las Galias y puse sitio a Orleans, la cual resistió obstinadamente. Allí recibí noticias alarmantes: Teodorico, rey de los visigodos, se había aliado con Aecio y también lo habían hecho los francos y los alanos. Me dirigí entonces a la ciudad de Troyes, más vulnerable que Orleans. Allí ocurrió un suceso singular, una procesión de monjes encabezados por el obispo Saint Loup me salió al encuentro y éste me dijo con valentía:
-¿Quién eres tú que siembras el terror y destruyes todo a tu paso? ¿Es el demonio el que te impulsa?
-Yo soy Atila, el azote de Dios" -contesté con resolución.
-Pues si Dios está contigo, entra entonces en la ciudad -fue su respuesta.
Así lo hice pero me limité a vaciar los depósitos de comestibles. La ciudad se había salvado.
Entretanto, en Constantinopla, el emperador Marciano había sucedido a Teodosio II y se negó a pagarme el tributo.
-Para los hunos no tengo oro, sino hierro -me dijo Marciano.
No pude dejar de asombrarme ante su valiente postura. Decidí ir al encuentro de Aecio y sus aliados. Por mi parte, había conseguido aliados como los ostrogodos. Estaba plenamente consciente de que libraría la batalla más decisiva de mi vida. Ésta iba a tener lugar en Chalons o en los Campos Cataláunicos. Era el veinte de septiembre del año 451. Busqué un espacio libre para que se pudiera mover mi caballería y arengué a mis huestes diciéndoles:
-A los hunos y a los pueblos que luchan junto a ellos, les digo que también son hunos en espíritu. De esta batalla depende la conquista de las Galias y si lo logramos, el camino a Roma está abierto.
La batalla se empeñó con encarnizamiento acompañada por los gritos de los hombres. No me importó la sangre derramada. Lo importante era triunfar. Los soldados caían por centenares. No importaba porque su lugar era tomado por sus escuderos. A la madrugada ocurrió algo que me favoreció: mis enemigos perdieron a Teodorico, rey de los visigodos.
Con la llegada del nuevo día, Aecio se retiró del campo de batalla, yo me apoderé de cuanto pude y al día siguiente partí hacia mis campamentos del Istro.
Llegó el año 452 y decidí marchar contra Roma. Me apoderé de Aquileya.Tuve conocimiento de que Valentiniano III había decidido retirarse a Ravena y unos parlamentarios romanos me hicieron saber que el Papa quería entrevistarse conmigo. Acepté. Se me dijo, además que se me otorgaría la dote de Honoria. Me dispuse a recibir al Papa con la mayor cortesía. El pontífice se arrodilló ante mí y me dijo:
-¡Oh, rey victorioso, tienes al Imperio en tu poder! Sólo te pido la gracia de que respetes Roma, la ciudad de Cristo. Sentí algo nuevo, el poder de la fuerza espiritual y decidí dejar en paz la ciudad. Regresé a Panonia. A pesar de mi pasión por Honoria, decidí casarme con la princesa Ildico, hija de un rey germano que yo había vencido. En la noche del banquete de bodas, tuve una fuerte hemorragia. Ildico pudo haber introducido una pócima en mis alimentos. Mientras la muerte avanzaba, pensé: "Voy a morir como he vivido, desangrado". |