UNA GRAN FRUSTRACIÓN
Eran las seis de la tarde de aquel gélido y brumoso día viernes 4 de julio de 1980. En ese concurrido centro comercial, promotor del consumismo irracional que caracteriza a las grandes ciudades, tales, como Santiago de Chile, bullía su consecuente vorágine enajenadora: era el ambiente como una siniestra sinfonía de motores, bocinazos, estridencias, coro de diálogos "interferentes" peatonales inentendibles; ese cúmulo de ruidos era como un tormento en los oídos de ese empleado de tienda que, caminaba tenso, agotado, bien abrigado, de regreso a su hogar después de una fructífera, pero, aflictiva jornada de trabajo de nueve horas.
Al poco rato, por fin, huía de ese inevitable suplicio rápidamente para bajar por las escaleras y escabullirse en la tibia acogida de una de las estaciones del Ferrocarril Metropolitano, cuando inesperadamente se encontró en la mitad de los peldaños, de sopetón, con un tipo esquelético, vestido con andrajos y unas chanclas de espuma plástica, que suplicaba: "una ayudita por el amor de Dios".
La imagen de los pies azulosos de frío del pordiosero que temblaba frente a él, conmovió el espíritu de Humberto en grado sumo. Pensó: "cómo puede aguantar este frío... si yo que voy bien forrado lo siento en mis huesos..."
Ya repuesto de la gran impresión que le causó semejante situación, le preguntó al pobre hombre:
-¿Qué número de calzado le sirve a usted?
- 40, señor. Le replicó el necesitado.
-Ya vengo... no se vaya. Dijo Humberto.
Luego volvió a la calle, buscó y encontró una tienda de calzados, entró y compró un par de buenos botines y otro de calcetas de invierno y regresó a regalárselos al limosnero en cuestión. El hombrecito le agradeció muy conceptuosamente, prometiéndole que iría a lavarse los pies y se los calzaría de inmediato. El generoso hombre, continuó su camino a casa con la satisfacción de quien ha hecho un acto humanitario muy encomiable...
Transcurrieron cuatro días desde ese feliz evento, cuando el destino llevó a Humberto a reencontrarse con el consabido personaje de la escalera del "Metro":
Vestía los mismos harapos y las mismas chanclas que la vez anterior.
Contrariado por lo que veía, Humberto abordó muy decidido al sujeto para inquirir acerca del calzado que, con tan noble intención, le había obsequiado:
-Señor: el viernes pasado yo le regalé unos botines a usted para que abrigara sus pies: ¿Por qué no los está usando?
El cuestionado respondió con serena desfachatez:
-Entiendo su enfado señor; lo que sucede es que si yo me abrigara así como anda usted... se me echaría a perder el negocio pues... usted me entiende... no causaría ni una lástima...
Frenando las ganas de insultar al engañador, Humberto se apresuró a abandonar el lugar. Aquel loable acto de caridad que le había hecho sentirse tan magnánimo, ahora se trocaba en un fraude insoportable que lo hundía en un sentimiento de estúpida candidez y frustración.
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