MARIA AUXILIADORA
Fue educada en el temor de Dios por las hermanas Ursulinas de Navarra, colegio de señoritas de las familias más acomodadas y cristianas de la ciudad. Era bella, bellísima y pía, destacaba por su fervor y religiosidad.
Mª Auxiliadora quería dedicar su vida al Señor, tuvo vocación desde pequeña y ansiaba ingresar en un convento de clausura. En la iglesia encontraba paz y felicidad.
Sus planes no coincidieron con los paternos que debían soportar a su hermana mayor, solterona y con menos cualidades, así que en aquellos tiempos difíciles de la posguerra convinieron su matrimonio.
Los Ballester eran una familia muy respetable, el hijo, Pablo, buen mozo y educado, era un buen partido para Mª Auxiliadora, pensaron los progenitores. Por la ciudad se habían oído comentarios sobre sus bravuconadas, pero, ya se sabe, la gente joven y las malas lenguas…
Una vez acordado con los Ballester, se lo comunicaron a su hija que resignadamente aceptó, reconocía que su novio era bien parecido, así que, con cierta ilusión comenzaron los primeros paseos por la Alameda. La gente ya daba por hecho el casorio.
El tal Pablo era un novio un poco fogoso, se quejaba Mª Auxiliadora, que si una manita, que si un acercamiento… ella rigurosa, se colgaba de su brazo sin permitir tocamiento alguno, “una mujer decente tiene que hacerse respetar…”.
Aquella tarde, cuando ya de vuelta anochecía, él se le abalanzó para robarle un beso, ella le dio una torta apartándolo como pudo, “que se había creído”. Cuando llegó a casa se lo contó llorosa a Dña. Rosario, su madre, esta le dijo que había hecho lo correcto, que esas cosas se dejan para cuando reciban el Santo Sacramento. Mª Auxiliadora acertó a preguntar que eran “esas cosas”, pero su madre atajó rotunda:”eso te lo dirá tu marido la noche de bodas”.
Los siguientes paseos festejando, discurrieron puritanos, al fin Pablo había comprendido y respetado su virtud, y nunca más hizo mención de propasarse, no obstante, ella notaba algo indescriptible en su mirada fría y gestos demasiado artificiales.
Al final, llegó la boda. Después de la ceremonia y el convite, se marcharon a vivir al caserón propiedad de la familia de Pablo. Al poco de entrar por el portalón, él le dijo:”ahora eres mía, ante Dios y los hombres, harás cuanto te diga. Sube a la alcoba”.
Ella se dirigió discreta dejando los enseres sobre la cama y entro él. Antes de que pudiera acaso imaginarlo, se abalanzó por detrás empujándola hacía una mesa remangándole las faldas, con tal violencia que ella apenas susurraba: Pablo, Pablo…, mientras él a su espalda jadeaba como una bestia. Ella intentaba levantarse para mirarle, él le apretaba la cara contra la mesa con la mano que aprisionaba su nuca, como una alimaña. Cuando le penetró la pobre Mª Auxiliadora sintió una espada de violencia, sangre y profanación. Ella lloraba, él resollaba. En un instante los ojos de corderillo herido se imantaron con la pared de enfrente, obnubilada con una figura cornúpeta que a la luz vibrante del candelabro interceptada por el perchero, movía espasmódicamente las astas y que por la reverberación de la luz humeaban… le acometía con saña, sin piedad, subía y bajaba, la mesa abroncaba, los dientes rechinaban, un rugido inhumano salió del alma de aquella joven mujer: ¡Belcebú, Belcebú…!.
Al poco, Pablo se retiró, a esas alturas, ya se había aliviado y con un golpe final de la cabeza contra la mesa dijo poderoso:”aprende a respetar los deseos de tu marido, ¡¡orgullosa mojigata!!
Allí quedó la pobre, Mª Auxiliadora, tirada como un trapo. Como pudo llegó hasta la cama y se arrebullo en si misma. Su boca repetía:”Belcebú, Belcebú…”, su mente:”lo mataré, lo mataré”.
Al día siguiente a la hora de la comida, su marido le mando llamar al comedor, como si nada hubiera sucedido, ella aviso al servicio que no iba a bajar que se encontraba indispuesta. La criada entre risitas así se lo trasmitió al señor.
A última hora de la tarde, un poco más recompuesta, se acercó a la botica donde atendía solícito D. José, lo conocía ligeramente, pues ambos pertenecían a la cofradía del Perpetuo Socorro. Mª Auxiliadora esperó hasta que ya no quedaba nadie por atender, y cuando D. José le preguntó diligente qué necesitaba, ella dijo con voz temblorosa: “matarratas”.
El boticario le miró extrañado, y duditativo repitió: ¿matarratas? Una explosión de llanto, hipo y desesperación, tiró a Mª Auxiliadora al suelo, sin fuerzas, exhausta. D. José cerró la farmacia, la sentó en un sillón y entonces, con una entrañable amabilidad le entregó su inmaculado pañuelo y pregunto: ¿qué le pasa mujer?. La pobre María Auxiliadora entre lágrimas y suspiro le contó que Lucifer la había embestido. Cuando él le acercó la mano para consolarla, ella gritó con ojos de poseída: ¡¡¡NO ME TOQUEEEE!!!
El pobre D. José, solo acertaba a decir, lo siento, lo siento, lo siento tanto…
Se metió tras una cortina de color indescriptible en la rebotica. Al poco salió con su batita blanca y su pajarita bien centrada, y con tono profesional le dijo: “este saquito es para exterminar las peores ratas, su efecto no es inmediato, por lo que no deja rastro, tarda unas tres horas, pero es definitivo, una pequeña dosis aniquila a los bichos más despreciables de la tierra”. Sus ojillos miopes de lentes bastas se encontraron con los azules cielo de María Auxiliadora y los nubarrones dieron paso a la claridad más absoluta. Asintió con la cabeza y salió con el saquito.
¡Qué lástima, tan joven, en la luna de miel y en la flor de la vida! plañían las gentes. D. Pablo había fallecido.
D. Genaro, el médico, andaba con la mosca detrás de la oreja pero hombre prudente consultó con el boticario sus dudas, ¿una intoxicación…, envenenamiento…, pesticida…?.
D. José fue rotundo, confirmó: ¡Cólico Miserere!
|