En realidad, estaba casi por convencerse que la vida no le interesaba para nada. La parte económica, con un premio demencial de la lotería, la había resuelto de improviso, no el hecho que se le escapó, a la vez, tan de improviso su vida real. Llegaron demasiadas acciones para su mente.
Cuando le preguntaron qué haría con tanto dinero: “sólo sexo”, respondió. Es mucho dinero, Pascualito, le dijo un amigo, al final, con ese programa te vendrá la náusea.
Pero su sexualidad, reprimida por tanto años dentro a un cuerpo olvidado de Dios, se mostró inagotable en la extrema exaltación de la carne, y al dios de la lujuria, y la locura, entregó su alma.
Cuando explota el deseo, se pone en movimiento un engranaje incontenible: mujeres de la vida siempre diversas, cada vez más hermosas y más caras, se lanzaban a las aguas del dinero de Pascualito y de su pecaminosa lujuria, incontenible al llamado de la serpiente que lo llevó al olimpo del Dios Pan.
Deseos improvisos, violentos que no dan el tiempo a cerrar ventanas, apagar luces. Contra los muros, sobre una silla, sobre el piso, dentro a un taxi, en los parques, en el bosque, en el ascensor, en los ríos, en el balcón, de noche, de día, en algún portón, en el diván, las aferraba en un cuerpo a cuerpo electrizante, respiro a respiro, lengua a lengua, queriendo aprisionar una vez por todas, esencias, olores, perfumes, que otras tantas veces se le escapaban.
Al menos por un instante estaba estrecho, fundido al misterio de la mujer hecho placer, en un palpitar común. Puro rito ancestral: él dentro a ella; ella conteniendo la náusea, en la suciedad de él. Finalmente, la hembra de turno se va, y nada recuerda de esta via crucis. Menos que un cigarrillo al bar. |