En un departamento del último piso de un condominio amarillo vivía Tomás, mecánico de automóviles, con Laura, su joven mujer, veinte años menor que él que le había dado un hijo hacia dos años de esta historia. La amaba con calma y ternura.
Laura era dueña de una belleza severa, casi oscura, cuerpo delgado lo justo, de fuerte sensualidad no exhibida. Tenía por costumbre llevar a su joven hijo a jugar al parque casi todos los días, y en ese ir y venir al parque su caminar fascina a ese tipo de hombres que adivinan lo manifiesto no visible, quizás por simple intuición animalesca. Ese cuerpo les hacía daño.
Fue en una de esas ocasiones del parque, que Laura enamoró perdidamente a Paul Herbert, un profesor de química, solterón empedernido, al que sus alumnos denominaban “Ácido nitrico”, por motivos de su carácter más que desagradable y sanguíneo.
Paul vivía en el mismo condominio amarillo de Laura, y en el pasado no remoto había disfrutado de una temporada en un manicomio, debido a transitorios, pero frecuentes desdoblamientos de personalidad.
Paul era un hombre fuerte, de buen aspecto y que sabía tratar, cortejar y enamorar a un cierto tipo de mujeres, lectoras de Cumbres borrascosas, para entendernos. Laura era una de ellas.
Los amantes entablaron una relación vaga, furtiva hecha de pequeñas caricias en las manos durante los paseos de ella al parque, algunos besos intensos, pero fugaces, en los breves momentos que la vida se los permitía, y así pasaron cuatro años.
Cuando Paul se transfirió en montaña, los médicos le habían prescrito un clima seco, desde donde continuó, por mese, a escribir apasionadas cartas de amor a Laura, rogándole se fuera a vivir con él.
El intercambio epistotar era intenso por ambos lados, hasta que un cierto día uno de los borradores de una de esas cartas escritas por Laura llegó, accidentalmente, hasta las recias manos del mecánico, su martido. Manos habituadas al aceite, al apretar con fuerza hercúlea tuercas, alzar neumáticos y motores, mover objetos del oficio. Leyó con cierta dificultad la carta de su mujer, y no entendió mucho del asunto.
Reflexionó, como pudo, y llegó a la conclusión que Laura la había copiado de alguna novela de amor que habría leído, y volvió a su trabajo, debía cargar y cambiar algunas baterías y revisar el sistema eléctrico de algunos autos.
Habría bastado una explicación de ese tipo y el asunto terminaba ahí.
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