Conservo todos los recibos y puedo demostrar que durante más de veinte años he cumplido religiosamente mi parte del contrato. He guardado previsoramente copia de las sucesivas orlas de graduación de cada curso, orlas en las que sólo mi fotografía envejecia mientras que los retratos de los alumnos se empeñaban, curso tras curso, en mantenerse en sus irreverentes dieciocho años. Pese a lo humillante de la situación ni una lágrima, ni una sola queja en todo este tiempo. Al fin y al cabo pensaba que era un precio razonable a cambio de permanecer eternamente joven. Hoy me he mirado en el espejo y no he tenido más remedio que presentar una reclamación formal en la oficina del consumidor. Después de revisar mi contrato con lupa, me han informado de que pese a estar firmado con sangre existe una cláusula que advierte de que no se hacen responsables de los desagradables efectos que el paso del tiempo pueda tener sobre el físico. Sólo se responsabilizan del mantenimiento integral del alma. La maldita letra pequeña otra vez.