Hoy es un día especial: he adelantado en la “construcción”. Lo entrecomillo porque me recuerda un cuento de Kafka con el mismo nombre. No estoy muy lejos de sentirme como el animal –Max Brod dice que es un murciélago- que el escritor menciona en su cuento. Se ha pasado la vida modificando su cueva; la entrada de su cueva; la salida de su cueva; la apariencia de su cueva,... Alguna veces la salida da al norte, otras, al sur. Siempre tratando de despistar a cualquier otro animal que lo persiga o lo aceche, y... ¿en qué se diferencia ésta nuestra -desde 1976- realidad de la del cuento?
Cada día, desde que te has ido, le voy agregando algo a la casa. Los vientos la atraviesan en las cuatro direcciones. Recorro la habitación donde está mi cama para ubicarla al lado de la pared menos expuesta a la corriente de aire. Nuestra cama ha estado orientada sucesivamente hacia los cuatro puntos cardinales, pero es inútil. Admiro el instinto del hornero que sabe darle ese giro de espiral a la pared de su nido de barro. Es lo que me falta en la construcción para resguardarme de las inclemencias. Los albañiles vienen y se van. Y cuando ellos se van yo investigo la calidad de la obra realizada. Mi inexperta mirada tiene muy pocos elementos para hacerlo pero igual lo hago. Observo, comparo, me doy por satisfecha por un breve lapso y aguardo el momento de seguir haciendo modificaciones. También paso por estados de ánimo no tan buenos cuando lo que han hecho ni se acerca a lo que yo me imaginaba y esperaba.
La última vez que estuvieron –ahora ni recuerdo qué hicieron- trabajaron casi una semana. Por suerte, estaba mamá de visita en casa y ella los atendía. Eso permitió adelantar bastante la obra. Cuando se fueron hubiera volado en espiral: la primera vuelta alrededor de la casa, luego alrededor de la primera vuelta y así, una tras otra, hasta abarcar el círculo más grande que pájaro alguno haya alcanzado jamás. No sólo se extendería horizontalmente sino que también se iría elevando así:
En ese vuelo iría abarcando mares y continentes para, por último, llegar a un inmenso océano blanco, níveo, como si fuera de leche. Suaves y pneumáticas olas blancas en las que me hundiría voluptuosamente, sintiendo todo el cuerpo acariciado por el líquido tibio como la leche que traigo todas las mañanas, apenas doña María termina de ordeñar. No me imagino ese mar -que se me hace el paraíso- de otro color que el blanco. Blanco, muy blanco y casi de plumas o –en imagen más industrial- de goma pluma. En ese mar, no permanezco en la superficie sino que lo atravieso de arriba hacia abajo y viceversa, sintiendo un placer que –estoy segura- nunca he sentido antes; ese placer es inédito. Me elevo desde su fondo para zambullirme una, dos, mil veces; y cada vez la sensación es distinta y también más y más placentera.
No sé si me gusta compartir el gozo que en ese momento experimento en mi paraíso lácteo. No sé cuál es mi aspecto, no sé si soy hombre o mujer, pero me siento blanca rosada y suave y tibia y el sol me ilumina con ternura casi maternal. Sus rayos son amorosos brazos que me adormecen con pausados movimientos de vaivén. La calidez del sol se transforma en un susurro. ¿Mis oídos zumban? ¿Por qué ese molesto silencio me aturde?... Creo que he perdido la gravidez, que ya no siento mi cuerpo... Creo que un aletargamiento me está invadiendo las piernas, las manos, los brazos,... hasta llegar a mis pensamientos. Creo que ya no tengo más cuerpo; creo que sólo soy mi mente; creo que sólo ha quedado una luz. Sólo una luz muy, muy, muy fuerte...
Cuando nada se puede percibir a nuestro alrededor sólo se describen las sensaciones que producen los sueños. Se resguarda uno, de esa forma, de los peligros que acechan por todos lados y pueden hacerse presentes y aparecer bajo la forma de cualquiera de las personas que tratamos diariamente. Como el mar lácteo quisiera que fuera la construcción, entonces ya no habría más miedos ni sobresaltos, sólo la inefable sensación del nonato.
Negrito, sólo quería contarte después de tantos años, cómo iba la construcción. Aquella en la que nos embarcamos allá por el setenta y dos cuando nuestras mentes estaban en plena ebullición creativa y no existía emprendimiento que nos apabullara. Éramos como dos titanes. ¿O como uno y medio? Porque después comprendí que la fortaleza y la debilidad no estaban distribuidas equitativamente entre nosotros, pero esa es otra historia que tiene que ver con la distancia existente entre nuestras expectativas y la realidad.
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