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Inicio / Cuenteros Locales / mardion_isiaco / El deterioro de las palabras.

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Hoy, mirando entre árboles que no entienden los nombres que les colocamos ni el sitio en que los instalamos, me pregunto una vez más si hay palabras que me definan la constitución ¿Persona? ¿Hombre? ¿Varón? ¿Macho? ¿Humano? ¿Anarquista? ¿Escritor? ¿Croto? (ésa es nueva) ¿Filosofante? ¿Árbol? ¿Cucaracha? ¿Gusano? ¿Adicto? ¿Existencia? ¿Ninguna? ¿Todas? ¿Polvo de estrellas? ¿Rata? ¿Lector? ¿Cantor de micro? ¿Súper damianes? ¿Tímido? ¿Trabajador? ¿Cesante? ¿Callado? ¿Vago? ¿Viajero sedentario? ¿Feminista? ¿Chileno? ¿Poeta? ¿Adulto? ¿Contradicción ambulante? ¿Persona pequeña? ¿Heterosexual? ¿Adulto? ¿Cuerpo? Y me digo, nuevamente, que esas son palabras que me transitan no como conceptos ni en cada momento, son palabras que puedo decir questoy haciendo reales en determinadas circunstancias, pero no hay nada que me indique que eso “es” el damiangután.
No estoy diciendo que esa sea una verdá ineludible ni que quiera que así sea ni que me parezca mejor que la otra volá, esa de decir que sí soy una de esas palabras. Lo que me pasa es que pienso y pienso, sobre todo cuando veo que es una conducta real eso de intentar definirnos. Y mi pregunta va por el lado de saber si este no poder decirme como concepto es una perpetuación de mi nulidad constructiva, o falta de compromiso, o quitarle seriedad a mis acciones, o, diosito quiera, un camino que estoy aprendiendo a recorrer sin sendero definido y con caudal ilimitado.
Bueno, para ser un poco más claro, voy a contarles un par de realidades que podrían haberse llamado definitorias destesqueleto y que, sin embargo, he decidido dejar de ser y que esa decisión me ha llevado justamente a nunca querer ser algo y sólo algo. Cuando guagua fui guagua. Nunca pensé si quería serlo, o si lo pensé no lo recuerdo. Unos años después fui persona pequeña a la que se le enseñó a ser “niño” y no persona. Y ese ser niño involucró un montón de actos que se hicieron parte de una respuesta automática. Cuando el niño no comía toda la comida, era mañoso; cuando no copiaba todo en la pizarra, un flojo; cuando decía que sí había copiado todo lo que decía la pizarra y la Pao, la jermu que lo parió, se daba cuenta de que no era así, me decían ser mentiroso; cuando lloraba porque me pegaban por no comer toda la comida, o por no copiar (¡texigen copiar!), o por mentir, no era nada sino el objeto de rabia de la persona que me daba con el cordón de la plancha, o con la mano pesada y grandota… una rabia de ver que el Damián “era” tal o cual cosa y que justificaba esa violencia (como que ser violada te pase por puta). Siendo todavía persona pequeña, me dijeron que era un viejo chico porque me gustaba leer en vez de salir a jugar a la pelota; lento porque me demoraba horas en armar la cama; inteligente porque pese a no copiar mis calificaciones eran, en sus términos, “buenas”; tímido porque no sabía qué hablar con las demás personas, de mi edad o no; buen amigo porque las dos personas que me motivaban a hablar y compartir manifestaban un bienestar en mi compañía, etc. Yo, desde mi incomprensión, decía que quería ser astrónomo unas veces, arqueólogo otras. Ya cuando estaba con una acumulación de días de vida más o menos zarpada como para empezar a cuestionar un par de cosas y obligaciones, me llamaron rebelde, ladrón, consumidor de sustancias con riesgo de fracasar en la vida y de transformarme directamente en adicto; insensible porque ser rebelde es no ser empático con la familia, con los profes, con todas las personas que me machacaron con la obligación de querer ser “algo” que en realidá estas personas querían que fuese. Siempre seguí siendo, para les definidores, inteligente. Y yo me lo creía todo. Esa conciencia que nacía se iba creyendo que era inteligente, rebelde, drogo aunque no apático, sino empático pero con quienes disfrutaba compartir y no con quienes me imponían desear lo supuestamente inverso de lo que estaba siendo. También me gustaba decirme panki y anarquista. Ah, mentiroso también seguía siendo para cierta gente, pero yo no me definía como tal, porque serlo sólo con toda forma de institución y las personas que las encarnaban no era para mí mentir. Lo mismo aplicaba a lo de ladrón. Lo de drogo, me gustaba decirme así. También me gustaba decir que era asexuado, que no tenía pene sino que cuando chico le habían puesto una manguerita a un hoyito que no venía con mi corporalidá sino que me lo habían hecho. En ese tiempo comencé a practicar la acción contra la voluntad de mi cuerpo versus la de mi conciencia. No querer ir al colegio e ir, querer ir en micro (la escuela estaba lejos), pero ir a pie; los fríos inviernos patear hasta la escuela a las siete de la matina sin abrigo, y los aplastantes veranos de cemento hacerlo con la más frondosa de las camperas. Desarrollé así dos respuestas sistemáticas a lo externo que llamaría, porque el Nietzsche me lo decía, virtudes: el orgullo, la capacidad de vivir tranquilamente en situaciones que otres definirían como adversas. También se generó en mí la sensación de ser un genio, y como Raskólnikov pude sentirme que yo no solo tenía el derecho, sino el deber de ejecutar los actos que en términos axiomáticos son juzgados para casi el absoluto de la población regida por esas leyes. Desarrollé la fe ciega en que realmente había un adentro y un afuera, y que el afuera era todo menos yo y mi manada que conformábamos un adentro bastante caprichoso y lleno de justificaciones arbitrarias con el único asidero de ser diferentes. Creí que existía una masa, un mar humano que no podía pensar por sí mismo y yo tenía el poder de cambiar las cosas haciendo lo que nadie entendería como actos razonables. ¿Fui una especie de profeta que no buscaba seguidores, o quizás la manada era para mi huecabeza queridos apóstoles cuya traición fue perdonada desde el momento en que yo di el ejemplo? Me creí, el saco’e güéas (que aquí llaman pelotudo), tan pulento que mis reflexiones eran nulas, o casi nulas, llegando como máximo logro a una primera respuesta superficial y tartamudeada aprendida de memoria. En ese entonces un nuevo ser habitó mis definiciones. Me hicieron “brillante”, y todo acto era el resplandor de un futuro póstumo. Así seguí, hasta que de tanto ser palabras todo se fue al carajo. El genio quedó en un sector del psiquiátrico lleno de camas y sombras con amarras químicas o de fibras varias. No me decían loco, pero sí adicto, y yo me hice el más adicto de los adictos.
En fin, de ahí en más mi existencia dependió más que nada de ese término, “adicto”, que no sé si tendrá que ver con la no dicción, pero yo creo que sí. Y el adicto te dicen que lo es para siempre. Y para colmo el último quiatra me definió como adicto voraz. Es decir, un cuerpo sin habla propia que si tenía una ampolla de morfina del tamaño de una botella de coca cola de nueve litros se la iba a mandar sin dosificaciones.
Pero había que terminar con eso, y así decidí hacerme adicto en rehabilitación, pensé que todas mis ideas eran razonables pero aplicadas de una manera errónea, que mi voracidad podía encausarse por los senderos del trabajo asalariado, de la reconstrucción familiar (que nunca abandona), del ajedrez y de la escritura.
Me fui al sur y fui un recuperando trabajante de gualmart, jugador de ajedrez empedernido, bebedor insaciable, amigo de los paisajes y de nuevas personas. Me cansé de supermercados, falsas promesas de un futuro más próspero en términos económicos y de obligaciones absurdas. Me fui a la mierda, que en realidá no fue tan lejos, pero para las cucarachas las distancias no son iguales que para las personas, y como a veces soy cucaracha sí me fui a la mierda. Conocí percepciones diferentes, me comencé a conocer un poco más a mí, y me voy dando cuenta de que ninguna de los rótulos que me pusieron y ninguno de los que yo mismo me puse son reales en la medida que yo no los hago reales. Se me abrió la cabeza, la vacío y la voy llenando muy lentamente de intentos de acción que se acerquen a ciertas ideas que, por pocas que sean, tienen que ver con lo que voy pensando y haciendo y tienen que ver con no transgredir la vida si la vida no transgrede, compartir mis reflexiones desde la sinceridad y la insignificancia de mi esqueletitú, abolir y cuestionar mis orgullos, argumentar cada acto antes de ejercerlo, desaprender constantemente todas esas definiciones que me siguen borboteando diariamente las acciones y que me impiden negar mi participación actual en un montón de manifestaciones que desprecio. Y que hay términos como anarquía, persona, corporalidá pensante, feminismo que las personas que las encarnan como realidades que las atraviesan y les pertenecen me hacen sentir cercano a ellas y a mis aspiraciones de construcción.
Cuando las autodefiniciones se vuelven un pedazo de oración y las palabras resuenan por dentro el hueco inepto del vacío ¿Vale el sonido decirse ser alguien o algo? La verdad de nuestras acciones sólo puede contar un estar siendo temporal hasta el hastío. Cierto que hay actos que abarcan más que el momento en que ocurren. Mi discusión no va contra el peso de lo cotidiano; creo que justamente cada suceso nos ofrece la posibilidad de caminar en direcciones decisivas, y creo también que cada una de esas decisiones puede ser un acercamiento a la idea que tengamos de estar vives y no ser nada más que corporalidades animadas. Mi problema es encerrar lo inabarcable (es decir, la vida) en un concepto. Limitar una existencia a eso puede ser nocivo para la humanidad del desorden. Un concepto que pretende englobar una actitud de vida arriesga establecer dogmas que si no se cuestionan no generan más que pokemones que balbucean su nombre y aprenden las habilidades-ataques de los principios que dicen cultivar para una futura evolución.
Que haya gente que lo haga (definir su existencia en términos de un concepto que implica movimiento constante) me provoca miedos y esperanzas. Esperanzas porque he conocido personas que cuestionan sus acciones minuto a minuto, cronistas de sus ideas hacen brotar multiversos con cada respiro. Miedo porque hay también personas que en una palabra articulan (articulamos) una moral incuestionable y dejamos de preguntarnos qué significa “ser” tal o cual búsqueda de movimiento a través de un concepto.
Personalmente me siento una especie de partícula subatómica incapaz de serle fiel a un concepto, y me quedo electrón que habita las órbitas del insecto árbol gato perro silencio y palabra naciendo muriendo día tras segundo. Muchas veces me duermo en la inseguridad de mi movimiento, y es porque siento que encarno una lucha que no estoy luchando. El lenguaje me parece entonces una serie de articulaciones que desde mi ignorancia puedo hacerlas padecer de artrosis y rigideces varias. Mis inseguridades tienen relación directa con identificarme con un pasado. Y toda autodefinición se me vuelve un hacer permanecer en el tiempo ideas que si las hacemos práctica moral más que ética (es decir, obedecer sin reflexionar incesantemente el por qué y para qué hacemos lo que hacemos) nos obliga a aferrarnos a la repetición de un discurso que, por más que se haga efectivo, no será más que perpetuador de un sistema opresor.
Lo simple de lo cotidiano difumina cualquier ideología. Lo complejo de una idea tropieza en lo sencillo de la empiricotidianeidad.

Texto agregado el 08-10-2016, y leído por 84 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-10-2016 "El hombre se define en su lápida" Sartre glori
08-10-2016 Interesante texto puesto al servicio de la resistencia a ser enrejado en una definición. Herbert Marcuse lo denominó "el hombre unidireccional" Marthalicia
 
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